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Columna
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Trece tornillos

Javier Sampedro

Una de mis secciones favoritas en la web de este diario es el desafío matemático. Ya van 11, y el último dice así: "Tenemos seis cajas con 13 tornillos cada una; en tres de las cajas cada tornillo pesa seis gramos, y en las otras tres pesa cinco..." ¡Corten! Si el lector ya se ha mareado, es posible que padezca discalculia, la versión aritmética de la dislexia. Afecta al 7% de la población, también como la dislexia, y supone un grave engorro para aprender matemáticas en la escuela, y para manejarlas en la vida adulta.

Los discalcúlicos son fáciles de reconocer a cualquier edad. Si les enseñas el cinco y el ocho de bastos y les preguntas cuál de las dos cartas es mayor, tienen que contar los bastos antes de responder. Se les da fatal hacerlo a ojo. Suelen contar con los dedos pese a lo mal visto que está eso. Si les pides que cuenten de 10 para abajo, tienen que contar primero del uno al 10, luego del uno al nueve, luego del uno al ocho y así. Si van contando hacia arriba de 10 en 10, es frecuente que digan 70, 80, 90, 100, 200, 300... Tú imagínate la que podrían liar con el problema de los tornillos. O estimando el número de acampados en la Puerta del Sol. Pero la solución no es enfadarse con ellos, porque pueden ser tan listos y aplicados como el que más. Lo suyo no es torpeza, ni ganas de fastidiar. Es discalculia.

La discalculia tiene el nombre mal puesto, porque no se trata de un déficit en el cálculo, sino en la numerosidad, la facultad de estimar a ojo el número de objetos, como los bastos en una carta o los tornillos en una caja. Esta facultad, que compartimos con los monos y los pájaros, no sirve para contar ocho bastos ni trece tornillos, pero sí para saber de un vistazo que el ocho de bastos es una carta mayor que el cinco, o que todas las cajas tienen más o menos el mismo número de tornillos. Lo que pese luego cada tornillo es otra historia completamente diferente.

¿Una buena noticia? Abra www.number-sense.co.uk/numberbonds. Es una especie de Tetris adaptado por el neurocientífico Brian Butterworth, del University College de Londres, para ayudar al discalcúlico que todos llevamos dentro. No vale usar los dedos.

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