Desolación y consolación
Lo mismo que le pasa a Vargas Llosa con Fernando Savater me pasa a mí: que le y me convence de inmediato. Bueno, no siempre. Alguna vez discrepo. Por ejemplo, en el tema de los aforismos. Es un género que a Savater le encanta, y lo celebró el otro día en un artículo. A mí no me gustan ni los aforismos ni las sentencias, ni los apotegmas aunque los firme algún moralista francés. Estos juegos de ingenio a menudo me parecen fútiles. Tan cierto es lo que afirman como su contrario, y los que más han impactado la imaginación son los más ambiguos; por ejemplo, el celebérrimo de Nietzsche: "¿Vas con mujeres? No te olvides el látigo" es o parece una declaración de un machismo insufrible, pero también ha sido interpretado como lo contrario de lo que en principio postula: el látigo es para autoflagelarse. Ambos consejos son insensatos.
En lengua española quizá el aforismo más célebre es el de Juan de Mairena, de Antonio Machado:
"La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero."
Que sigue con la siguiente relativización:
"Agamenón: 'Conforme'.
El porquero: 'No me convence'".
Estrictamente no quiere decir nada, o tiene un sentido y también su contrario, salvo que el lector sepa qué representan en el pensamiento de De Mairena los términos Agamenón y porquero.
Renard, tan preciso y admirable casi siempre, a veces dice cosas como ésta:
"El que más nos quiere y admira es el que menos nos conoce". Pues mira, a menudo sí que cuando ves de cerca a tu ídolo le encuentras defectos; pero otras veces no es así, y cuanto más conoces a una persona más la estimas; depende de cada caso. Pero claro, diciendo esto no acuñas un aforismo ni pasas por listo.
Más grave que postular a la vez una cosa y su contraria me parece el hecho de que los aforismos, por su carácter deslumbrante, ingenioso, concentrado, sugieren la presencia de verdades inapelables en el mismo corazón del lenguaje. El aforismo quisiera ser ley universal en virtud de la misma agudeza de su enunciado. Creo que antes a semejantes pretensiones sólo había llegado Yahvé, en Éxodo 3,14.
Viene todo esto a cuenta de un artículo estupendo sobre la incertidumbre de nuestra economía, que se publicaba el otro día en este diario, cuyo autor -a quien envío desde aquí un fraternal abrazo- citaba la famosa recomendación jesuítica "en tiempo de tribulación, no hacer mudanza". Es un consejo bonísimo. Pero ¿a veces no es lo correcto, cuando las cosas van mal, cambiar? ¡Ah! ¡El dilema de Hamlet!
Lo que textualmente dice Loyola es: "En tiempo de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a la tal desolación".
Llama desolación a la "oscuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas baxas y terrenas, inquietud a varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador y Señor". Y "consolación" a "todo aumento de fe, esperanza y caridad, y toda alegría interior que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud del alma, aquietándola y pacificándola en su Creador y Señor".
Precisamente ayer estuve en la librería Claret escuchando a J. M. Benítez, jesuita e historiador de larga trayectoria vaticana, presentando la primera edición catalana del Diario de san Francisco de Borja, que antes de gran jesuita fue virrey de Cataluña en tiempos de Carlos I.
-No es un libro amable, porque él lo escribió por gusto personal y sin intención de publicarlo, así que hay pasajes crípticos. Pero denota lo que es la dialéctica de la santidad.
En las 134 páginas, explicó Benítez, desolación no aparece ni una sola vez, y en cambio se menciona 634 veces consolación. Es que Borja "ya estaba a nivel de la santidad", pues el secreto de la santidad no está en rezar mucho, sino, me explicó Benítez, "en la dialéctica consolación-desolación."
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