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Columna
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Vergüenza, transparencia

Hay algo obsceno en la fotografía que muestra a Francisco Camps disponiéndose a firmar el documento del Partido Popular en contra de la corrupción. El descaro de la mentira que se exhibe ante nuestros ojos, pretende hacernos cómplices de su impudicia. Sentimos la sonrisa de ese hombre como una ofensa, pero también como un peligro. Intuimos que quien actúa de ese modo sólo busca defenderse a sí mismo, y que lo hará a cualquier precio. ¿Es un demócrata Camps o sólo alguien que -como Berlusconi en Italia- aprovecha la democracia para su interés personal? No podemos afirmarlo porque carecemos de pruebas y hemos de basarnos en los indicios que se nos muestran. Pero hay algo que sí sabemos con certeza: el cinismo con que Francisco Camps firma un documento que contradice permanentemente con sus actos.

Este hombre sonriente que firma en contra de la corrupción, y exige una mayor transparencia, ¿no es el mismo que, en las Cortes Valencianas, niega, día tras día, cualquier información a los miembros de la oposición? ¿No es el jefe de un gobierno que hace todo lo posible -y, a menudo, lo imposible- para mantener desinformados a los ciudadanos? ¿No es quien ha creado una red de empresas interpuestas para ocultar las cuentas de la Generalidad? "Lo que no son cuentas, son cuentos", suelen decir los banqueros, y es verdad. El tuétano de la democracia son los presupuestos, la contabilidad en la que se manifiestan. Allí es donde debemos mirar para saber qué hace realmente el político con el dinero de nuestros impuestos. Pero Francisco Camps nos niega esa posibilidad, mientras trata de envolvernos con la música de su retórica. Sabe que la mayoría de nosotros preferirá creer a comprobar, y por eso apela a nuestro orgullo de valencianos (!) -ese primo hermano del patriotismo- para conservar el privilegio del poder.

Lo que define la conducta moral de Francisco Camps no es el hecho de que pudiera aceptar el regalo de unos trajes. Ese ha sido el error de la oposición, incapaz de explicar de una forma comprensible y convincente que la cuestión era otra. El asunto de los trajes es el corolario de un comportamiento: esa ebriedad del poder que le hace sentirse impune, llegado el momento, y le sitúa al margen de cualquier ética. El verdadero carácter moral de Camps nos lo da su actitud con los familiares de las víctimas del metro: esa falta de compasión que le hace anteponer su condición política al dolor humano. Pero, cuando hemos abrazado la moral de la comodidad, ¿a quién le preocupan esas sutiles cuestiones?

Desde hace un tiempo, se ha instalado entre nosotros la certeza de que los listos siempre tienen razón, y hemos de espabilarnos si queremos salir adelante. El proceder de algunos políticos nos lo recuerda cada día. El Tribunal Supremo acaba de declarar nulas las expropiaciones de la Ciudad de la Luz. Se arruinaron las vidas de unas familias con el pretexto de que era imprescindible construir un proyecto que no logra levantar cabeza. Otro tanto cabe decir de Terra Mítica. Cuando los informes de las consultoras independientes desaconsejaban la construcción del parque, se encargó un estudio a medida que lo justificara. Todos consentimos -a muchos, todavía nos duelen las manos de aplaudir- que, con el dinero de nuestros impuestos, Eduardo Zaplana pagara su ambición personal. Ahora que ha quedado demostrado que todo aquello no era más que una pompa de jabón, ¿ha asumido alguien la responsabilidad? ¿hemos pedido cuentas?

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