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Columna
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Bestias

A Francisco Cuiñas y a Clemente García, vecinos de Cotobade, hace un par de semanas, les mataron cuatro yeguas en el monte. Ni San Xurxo de Sacos (bendita sea la toponimia) es Arizona, ni Jeff Bridges participa en la Rapa das Bestas, pero a veces este país tiene algo de western o más concretamente de country and western.

Las bestas formaban, como los lobos, parte de una Galicia arcádica de montes vírgenes y vaqueros rudos que va camino de su desaparición como casi todo lo que fue testimonio de una época autárquica y preindustrial. La muerte de esas cuatro yeguas, al parecer por las eternas rencillas comunales existentes entre ganaderos y labriegos, constituye un drama antiguo pero no carente de significado para el que se adentre por esa infausta tarea de conocer el país y ver hacia dónde cabalga el rocín en estos momentos de indolencia y descomposición de sus más arraigados mitos tutelares.

Cuando la Xunta impone su catálogo de fármacos, la misma Galicia parece irremediablamente vieja

Cuando se bendice una operación como la del Monte Gaiás (y ya aquí han corrido ríos de tinta), cuando se consagra un monte a la modernidad otros montes parroquiales desaparecen del mapa heridos de bala. Cuando la Xunta impone su catálogo de medicamentos, la misma Galicia parece ya irremediablemente enferma y vieja. Cuando en los últimos tiempos desaparecen del mapa más de cien escuelas unitarias del medio rural no es que los niños encuentren asilo en las ciudades, es que simplemente los nacimientos están aguardando otra Anunciación.

En este violento claroscuro, en esta peregrinación hacia un mundo ignoto, parece que hay una determinación grande en borrar cualquier huella del pasado y correr raudos hacia ese Purgatorio que no es otro que el de los capitales que gobiernan el debe y el haber de la producción económica. La cultura, la lengua, la enseñanza, el medio ambiente, se han visto traducidos a la vulgata del espectáculo, de la carrera profesional, del calentamiento, de la explotación, reversos todos ellos de un modelo de convivencia que empieza a sucumbir a sus propias y obstinadas carencias para albergar una idea que, en otro tiempo, se llamó progreso.

¿Qué progreso? Francisco Cuiñas es de esos personajes que parecen ya ficticios cuando su nombre se imprime en el papel de un periódico. Ficticio también San Xurxo de Sacos y los caballos muertos en los montes de Cotobade. Por mucho que nos empeñemos en traer de nuevo la noticia ya las mollejas de la actualidad han engullido el cadáver sin siquiera dar tiempo a una digestión simbólica de su significado. Comida rápida. No podemos detener la máquina del tiempo, sobre todo ahora que las redes sociales sirven tanto para propagar una revolución como para sacar a la luz la carroña, la ignorancia, la imbecilidad de algunas celebridades a las que 140 caracteres les parecen un rollo de papel higiénico.

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Estamos divididos los indios (la tribu) y los colonizadores (los mercados); estamos en pleno ajuste de cuentas entre la resistencia (los indios) y los controladores (aéreos) de ese Gran Hermano en que se ha convertido este planeta en el que periódicamente caemos en la cuenta que unos señores en Davos (¡el mismo lugar donde Thomas Mann ambientó La montaña mágica!) ofrecen unas recetas para mejorar el estado del paciente.

La última idea de Hacienda (gran Leviatán de nuestros pecados) es genial: vigilar el mercado negro, la economía sumergida, como si más de cuatro millones de parados estuvieran ahí traficando con el cobre de la red eléctrica o vendiendo vieiras de la ría al mejor postor, por no hablar de otros tráficos más remunerados que no cotizan a la Seguridad Social. Ustedes se preguntarán qué tiene que ver esto con los caballos muertos, ustedes también pensarán qué relación tienen San Xurxo de Sacos y Davos. Si les digo que es puramente simbólico, pero que nada de todo esto es inocente, que son dos maneras distintas de conquistar el tiempo, pensarán que me he fumado esos brotes verdes de los que tanto hablan nuestros políticos. Pero, bien pensado, tampoco se puede ya fumar y, mucho menos, pensar en verde.

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