Este cuerpo nuestro que nos mata
Dice David Owen en su interesantísimo ensayo En el poder y en la enfermedad que, según un estudio de 2006, el 29% de todos los presidentes de Estados Unidos sufrieron dolencias psíquicas estando en el cargo y que el 49% presentaron rasgos indicativos de trastorno mental en algún momento de su vida, cifra que a Owen (y a cualquiera) le parece alta, y más aún si se compara con la población en general, que, según la OMS, estaría en torno al 22%. Yo ya sabía que los artistas, escritores incluidos, mostraban una tendencia mayor al desequilibrio psíquico, pero ignoraba que compartiéramos esa peculiaridad con los políticos, lo cual a decir verdad resulta harto inquietante, porque yo no me fiaría ni un pelo de mí misma si estuviera sometida a la tremenda presión de tener que decidir bombardear un país, pongamos por caso. Aunque los datos sólo hacen referencia a los presidentes norteamericanos, es de suponer que se pueden extrapolar a los demás países, o eso se deduce de la lectura del libro de Owen, que estudia la influencia de las enfermedades físicas y psíquicas en las decisiones de los dirigentes mundiales del siglo XX.
En el poder y en la enfermedad
David Owen.
Traducción de María Cóndor.
Siruela. Madrid, 2010.
514 páginas. 29,95 euros.
Owen ofrece varios ejemplos de 'hybris', aunque el más logrado es el retrato de la chifladura a dúo de Blair y Bush con la guerra de Irak
Este Owen es un personaje singular, médico neurólogo y además dos veces ministro laborista en Gran Bretaña, con las carteras de Sanidad y de Asuntos Exteriores. También es autor de una decena de libros y hay que reconocer que escribe bien, con esa elegancia a la vez ligera y rigurosa de los intelectuales ingleses. Esta obra es un fascinante viaje por el cuerpo, por esa cosa tan íntima que es la salud, un asunto sin duda privado que, sin embargo, cuando atañe a los dirigentes de un país, puede acabar teniendo graves consecuencias públicas. Esa es la primera cuestión que intenta dilucidar el autor: hasta qué punto determinadas dolencias pudieron inhabilitar al político en momentos graves. El texto, documentadísimo, nos muestra las profundas depresiones de Abraham Lincoln o de De Gaulle (ambos con ideas suicidas), el probable trastorno bipolar de Theodore Roosevelt, de Lyndon Johnson y de Winston Churchill, la hipomanía (un bipolar más leve) de Jruschov, el alcoholismo de Nixon y de Borís Yeltsin... Por no hablar de los diversos cánceres y otras enfermedades terribles que muchas veces los dirigentes sobrellevaron en primera línea de visibilidad y actividad sin que nadie sospechara nada.
Porque, a juzgar por este libro, los políticos mienten como bellacos para ocultar sus enfermedades. Incluso aquellos que han prometido públicamente una total transparencia sobre su salud, como Mitterrand, se entregan con la mayor desfachatez a la ocultación y disimulo: de hecho, nada más acceder a la jefatura del Estado en 1981, a Mitterrand le descubrieron un cáncer de próstata avanzado, y toda su carrera como presidente, hasta su muerte en 1996, la hizo enfermo y mintiendo. El sah de Persia también ocultó su cáncer durante años, y el presidente norteamericano Franklin Roosevelt, que tuvo polio a los 39 años y quedó paralítico, intentó ocultar su minusvalía e incluso ideó un método para ponerse de pie y dar unos pocos pasos para hacer creer que podía caminar. De las 35.000 fotografías que se conservan en el archivo de Roosevelt, sólo dos lo muestran en su silla de ruedas.
Pero el caso más alucinante es el de John Kennedy, que, bajo su aspecto estudiadamente deportivo y saludable, estaba tan hecho polvo que parece increíble que pudiera seguir vivo. Kennedy tenía la enfermedad de Addison, que es una insuficiencia crónica de ciertas hormonas esenciales. Eso provocó que le atiborraran durante toda su vida de cortisona, un fármaco que le hinchó el rostro y le deshizo huesos y cartílagos con una osteoporosis galopante. Tenía las vértebras aplastadas y sujetas con placas y tornillos, sufría inflamación crónica de intestino, colon irritable, dolores constantes de cabeza y de estómago, infecciones respiratorias y del tracto urinario, malaria y unos padecimientos de espalda tan fuertes que hubo épocas en las que le inyectaban procaína en los nervios tres y cuatro veces al día, un tratamiento dolorosísimo pero que proporcionaba un pasajero alivio. Tomaba tantas medicaciones que a veces iba zombi, y de hecho Owen considera que el disparate de la invasión de Bahía Cochinos tuvo mucho que ver con el terrible estado de salud del presidente. Para peor, durante cierto tiempo estuvo enganchado a las anfetaminas, porque otra de las revelaciones que aporta este libro es la de la falta de honestidad profesional de buena parte de los médicos personales de los políticos, que se prestan a engañar a la ciudadanía y a drogar irresponsablemente a sus pacientes con la mayor alegría.
Además Owen desarrolla una teoría propia sobre la borrachera de poder que padecen algunos dirigentes y bautiza esa dolencia como hybris, siguiendo la voz griega. Según Esquilo, los dioses envidiaban el éxito de los humanos y mandaban la maldición de la hybris a quien estaba en la cumbre, volviéndolo loco. La hybris es desmesura, soberbia absoluta, pérdida del sentido de la realidad. Unida a un fenómeno bien estudiado por los psicólogos y denominado "pensamiento de grupo" (según el cual un pequeño grupo se cierra sobre sí mismo, jalea enfervorecidamente las opiniones propias, demoniza cualquier opinión ajena y desdeña todo dato objetivo que contradiga sus prejuicios), las consecuencias pueden ser catastróficas. Owen ofrece varios ejemplos de hybris, aunque el más logrado es el retrato de la chifladura a dúo de Blair y Bush con la guerra de Irak.
Pero por debajo de todo esto, de las álgidas peripecias políticas, de las manipulaciones, las mentiras y los secretos, lo que emerge de la lectura de este libro es un fresco asombroso de la titánica lucha del ser humano contra el dolor y la enfermedad, contra este cuerpo nuestro que nos humilla y nos mata. Es un recuento de batallas inevitablemente perdidas, pero, aun así, de alguna manera alentadoras. Porque a Mitterrand le dieron tres años de vida y aguantó quince en plena actividad; porque a Kennedy le dijeron en 1947 que moriría antes de un año y tuvo que matarle un asesino en 1962... El ser humano es capaz de las más increíbles gestas de superación. ¡Arriba el ánimo, enfermos bipolares, que podéis ser presidentes de los Estados Unidos!
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