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Columna
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Una tragedia gallega

Acabo de leer Todo é silencio de Manuel Rivas y todavía un vendaval de salitre del noroeste agita mis recuerdos de un país del que cada vez estoy menos seguro de conocer, aunque cada escena de la novela, cada personaje, cada parábola, tiene que ver con eso que somos, un secreto, nada más que un secreto de contrabando con vistas al mar, frontera natural de todos los tráficos mercantes y anímicos.

Para los que vivimos fuera de Galicia es una inmensa fortuna tener a alguien como Rivas que nos adentra de forma mágica en el laberinto de la saudade, y que nos ilumina pasajes que, indefectiblemente, señalan el paraíso perdido. Galicia, la del silencio mudo, puede ser en realidad una perenne pesadilla para quienes auscultan su alma lírica y estraperlista, una amante rosaliana, con esa doble personalidad a la que siempre se ciñen los que narran y participan de la aventura: el ascenso y la caída, la realidad y el deseo, el ruido y la furia.

Galicia puede ser una perenne pesadilla para quienes auscultan su alma lírica y estraperlista

Todos poblamos esta novela de infancia que acaba convirtiéndose en adulto. Todos más o menos experimentamos esa iniciación al asombro, ese aliado que empezó arrojándonos un cargamento de maniquíes y acabó pidiéndonos que colocáramos en el mercado varias toneladas de fariña. En ese horizonte, el poeta es también un traficante puesto que ese encargo es el que corrompe cualquier lírica y estremece cualquier consuelo edípico: la madre, la mamma, puede ser un barco nodriza o una gran puta, según se mire.

He leído, tengo la sensación, algo griego, una tragedia clásica en este libro y por más que reconozco las rías y los cines, los automóviles y los ritos de paso, los acentos nativos y el trullo universal, atisbo en lontananza el libro que se abre sobre una cultura arcaica y sagrada que entra en la edad de la razón, en el siglo de las luces, a lomos de una planeadora de dos mil caballos. Y en ese instante, en el momento que del "rubio batea" pasamos a la cocaína, para ser prosaicos y dar una pista, los dioses empiezan a disentir y a mostrarse crueles con nuestros héroes parroquiales.

Tenemos los que vivimos fuera del reino la arraigada costumbre de confiar a la nostalgia ese tráfico con el más allá y a la nostalgia encomendamos la tarea de restablecer los puentes con el pasado para así volver de forma alucinada al país irreal al que una vez pertenecimos. Así que me di cuenta del momento en que me fui cuando leía este libro, y en el momento en el que se jodió Galicia, si alguna vez no estuvo jodida, leyendo también este libro. Cosas de la Musa pero mayormente de la Parca. Nuestra sed de aventuras, nuestra Odisea, empezó a traficar desde tiempo inmemorial con dos fronteras, la de Portugal y la del océano, la del interior y la del resto del mundo.

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Hoy algunas cosas pertenecen al folclore, casi como en México, donde se cantan las andanzas de los carteles por algún juglar que rima narcocorridos. Pero la mayoría de los hechos corren como alma que lleva el diablo y todo nos equipara a esa gran jauría que en cualquier lugar bulle a ritmo de hip-hop en busca del dinero fácil y de las mujeres de lujo, de la alta cilindrada y la vida deprisa. Viendo la evolución de la especie empezamos a pescar con dinamita y hemos acabado en una cárcel de máxima seguridad. A Mariscal, como a Lil Wayne le gustan el coñac francés y los puros habanos, las películas del Oeste y las sentencias en latín. El primero estudió en el seminario y el segundo en las calles del barrio, pero ambos creen en Dios y en el revólver.

Acabemos. Hay textos que ilustran el desamparo, el desarraigo, y se leen como una novela de aventuras. En casi todas las grandes novelas modernas (Stevenson, Conrad) el lector se asoma al horizonte marino con la incertidumbre de conocer al mismo tiempo al monstruo y al tesoro. Algo de esa dicotomía habita entre nosotros desde tiempo inmemorial, pero ese rumor constante del océano está sepultado aquí por un silencio mudo.

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