_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'Pintxo' con correa

Ir de pintxos ya no es lo que era. Qué dolor.

Al principio pensé que era cosa mía. A veces se te cruza el día, y esos días todos los taxistas son estafadores, todos los camareros tienen sistemas mononeuronales y todos los chicos guapos llevan peluquín. Pero he comprobado con horror que lo que les voy a contar a continuación no es un hecho aislado, sino un patrón de comportamiento.

Descubrí el pastel a principio de verano. Estaba ejerciendo de anfitriona donostiarra por la Parte Vieja, más feliz que una perdiz. Los donostiarras servimos para anfitriones de pecho hinchado, ésa es la verdad. No tiene demasiado mérito; la ciudad se vende sola. Ahí iba yo con mis dos amigos argentinos, con el plumaje abierto, ensalzando las lindezas de la tierra y preparando los paladares para una ingesta salvaje de pintxos. "Vais a ver qué cosas más ricas, el pan siempre lo tienen crujiente y las barras hasta arriba de pintxos, mirad, mirad". Y le señalaba hacia dentro de un bar cualquiera. Ellos, salivando como el perro de Pavlov, querían entrar en todos. Y yo, haciéndome la interesante, les pedía paciencia. Había que elegir bien.

Entramos en un bar nuevo que tenía la barra más hermosa que yo había visto en años. Qué maravilla, qué colorido, qué promesas de placer para el cuerpo. Mis amigos miraban extasiados y yo, por alguna razón absurda, me sentía un poco autora de la obra. "¿Y podemos comer directamente los pintxos?", preguntaron, sorprendidos. Yo sonreí, condescendiente. "Claro, claro, se cogen libremente". Y estiré el brazo hacia uno de los platos, como dándoles ejemplo, con un gesto que para cualquier euskaldun es más rutinario que el de sonarse la nariz. Craso error.

El camarero se me acercó a toda velocidad, sin darme tiempo a coger el pintxo. "Perdona, ¿qué vais a beber?", me preguntó, brusco. Me quedé cortada. Le dije que no lo habíamos pensado aún y volví a estirar el brazo hacia la barra. "No, no", me volvió a interrumpir, más brusco todavía. "Primero me dices lo que bebéis, luego te doy un plato, elegís los pintxos que queréis y, antes de coméroslos, me enseñas el plato". Me quedé congelada, procesando la información. No entendía nada. Era como si me hubiera hablado en chino cantonés. Entonces, miré a mis amigos de reojo y me sonrojé. Ay. Mi autoridad de anfitriona estaba quedando en entredicho, me dolía el orgullo donostiarra, ya me entienden. Levanté la barbilla, muy digna, y dije: "Vámonos". Y nos fuimos.

Sintiéndolo mucho, para esto no hay medias tintas. Los pintxos se comen libremente o no se comen. Si quisiera comer pintxos con correa, me iría a comerlos a Madrid y Barcelona. Es el principio del fin. Acabáramos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_