El malestar francés
Pocos países de Occidente pesan sobre sí mismos como Francia. El historiador Pierre Chaunu sostenía, siguiendo a Maurice Barrés, que su país tenía una población equivalente a la suma de todos los habitantes que allí habían nacido a lo largo de su historia, con lo que la Francia que data de la conversión de Clodoveo a comienzos del siglo VI, o hasta de la capitular de Kierzy a fin del IX, contaría con más nacionales que los propios Estados Unidos. Esa Francia para la que el bicentenario de la Revolución -1989- ha sido un lugar de memoria es la que gravita sobre las mentes de jóvenes y viejos manifestantes, que protagonizan un malestar -le malaise- solo nominalmente dirigido contra el retraso en la edad de jubilación.
Los huelguistas protestan por lo ocurrido en Europa en los últimos dos o tres años de desmanejo económico
Votan por todo lo que sucedió ayer, lo que sucede hoy y lo que sucederá mañana
No se trata de que "estudiantes y camioneros", como decía el ministro de Mitterrand Jean-Pierre Chevènement en reciente visita a Madrid, salieran a la calle pensando en la segunda toma de la Bastilla, pero sí eran conscientes de que la caída del Antiguo Régimen se produjo en París. Las verdades o percepciones de la verdad no explícitas porque están perfectamente interiorizadas son siempre las más duraderas. Y no es que Francia no haya querido en ocasiones difuminar su historia. La publicación en 1972 del libro del historiador norteamericano Robert O. Paxton, La Francia de Vichy, causó un tole mayúsculo al poner en cuestión que Francia se hubiera tomado la Resistencia suficientemente en serio. Y eso era noticia porque De Gaulle había decidido al término de la II Guerra Mundial que cuanto menos se supiera de la colaboración de la sociedad francesa con el enemigo, tanto mejor para la potencia colonial restaurada, así como para escribir una historia de la lucha contra el nazismo en la que comunistas -eso ni De Gaulle ni nadie podían ocultarlo- y gaullistas habían llevado el peso de lo que a la postre fue solo una modesta insurrección. Pero la reacción provocada allanaba el camino para que se procesara a Klaus Barbie, el carnicero de Lyon, y fueran encausados unos cuantos funcionarios que sirvieron con honores a Vichy y culminaron como René Bosquet y Maurice Papon una brillante carrera bajo la IV y V Repúblicas. El propio régimen de Pétain fue un intento de deshacer la obra de la Revolución francesa, y la brecha que abrieron en la psique nacional los acontecimientos de 1789 se ha dicho que no se cerró hasta los 30 años gloriosos de progreso económico en la posguerra. Seguramente por ello los militantes del xenófobo Frente Nacional pueden cantar hoy La Marsellesa.
Pero hay otras razones más inmediatas para la protesta como el corporativismo de una sociedad en la que opera un reflejo de solidaridad o reacción en cadena en la defensa no ya de los privilegios, como con frecuencia se dice, sino de derechos adquiridos por determinados segmentos sociales -la función pública, notablemente- y lo han hecho con un ardor que no puede proceder únicamente del momento procesal que nos ocupe, sino de una longue durée, que decía el maestro Braudel.
Todo eso está ahí, pero también la convicción no necesariamente explícita de que el presente es una acumulación de pasados imperfectos. Así, los huelguistas salen a la calle por todo lo que ha ocurrido en Europa en los últimos dos o tres años de desmanejo económico, sufragado no por los responsables del desaguisado sino por el país profundo, y en ese sentido su protesta es plenamente europea; la sublevación se produce, por añadidura, contra lo que Chevènement llama "la sumisión del presidente Sarkozy a la canciller alemana Angela Merkel": la aceptación de una versión solo económica y presupuestaria de la crisis, que se explica por el temor de que se resquebraje la fe de los mercados financieros en la unidad de propósito de la UE; y todo ello, finalmente, amalgamado en una revuelta multiuso de lo que llamamos la excepción francesa, también conocida como doctrina republicana, aquella que exige al poder que actúe siempre en función de un proyecto político propio, al menos aparentemente progresista, y no solo como reacción ante contingencias económicas por graves que sean.
Francia está inventada para todo eso, para cargar el presente de pasado, y si la grande nation no existiera, los europeos deberían inventarla. Si las naciones son, como decía Renan, un plebiscito diario, los huelguistas, mayoría o minoría en su país, votan por todo lo que sucedió ayer, lo que sucede hoy y lo que sucederá mañana.
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