El Raval: la ciudad sin puertas
Sostiene la antropóloga brasileña Teresa Caldeira que las periferias urbanas son simultáneamente espacios de marginalidad e innovación creativa, porque sus habitantes no son sólo consumidores o víctimas de los que las diseñan, sino agentes que participan de forma activa en su proceso de urbanización. Las periferias, según Caldeira, no serían espacios cerrados o aislados, sino procesos de formación social y urbana en constante transformación que nos obligan a repensar ese sistema de coexistencia pacífica entre diferentes al que llamamos democracia.
La Rambla del Raval cumple 10 años y nuestro centro más periférico sigue viviendo al límite. Su condición de barrio frontera -recordemos que raval proviene del vocablo árabe rábad, que significa espacio marginal o exterior a las murallas- no le ha abandonado a lo largo de la historia. Su transformación ha sido colosal y globalmente positiva durante los últimos 30 años, como se han encargado de demostrar numerosos estudios. Y, sin embargo, el Raval sigue siendo -con permiso de las periferias metropolitanas- el espacio de vida más precario de Barcelona. Su esperanza de vida media es siete años inferior a la del barrio de Les Corts. Aumenta el fenómeno de los sin techo, se intensifican las situaciones de infravivienda y vuelve a haber hambre en el Raval. Sus escuelas reciben todo tipo de presiones y asisten impotentes a la huida de los hijos de las clases medias. En el año 1996, los habitantes de origen extranjero suponían el 9,4% de la población; 14 años más tarde, esta cifra supera el 47%, mientras que en el resto de ciudad se mantiene alrededor del 17%. Las 109 hectáreas del Raval soportan la presión simultánea de inmigración, ocio nocturno, turismo y exclusión social en intensidades muy extremas.
No es una batalla de control policial, sino el deber de exigir políticas urbanas y educativas que reduzcan la desigualdad
Pero mientras algunos se empeñan en cerrar los porches de la Boqueria como solución a los problemas, la vida en el Raval sigue transcurriendo en un delicado equilibrio. En él conviven más de 70 nacionalidades que comparten pisos, calles, negocios y oratorios. Sin embargo, ninguna de las comunidades de origen extranjero supera el 10% de la población total: algunos expertos defienden que la densidad urbana ha sido el mejor antídoto contra la formación de guetos en el barrio. En el Raval se oyen diariamente decenas de lenguas, ajenas a los debates que en parlamentos y televisiones siguen anclados en la supuesta contradicción entre catalán y castellano. Si es cierto que el choque de civilizaciones se juega diariamente en nuestros barrios, entonces el Raval es un modelo de pluralismo y de democracia por venir. Porque la vida fluye en el Raval, con tensión, sin duda, pero con espacios urbanos que albergan usos mixtos, así como una vida cultural y económica intensa y variada. También esta rambla que ahora celebra su décimo aniversario se ha acabado convirtiendo en un ejemplo de buen urbanismo, aquel que, según Manuel de Solà-Morales, y más allá de cánones de belleza o de grandeza, proporciona al ciudadano la conciencia de pertenecer a una comunidad más amplia. En la Rambla del Raval, uno percibe la magnitud y los límites del barrio mientras toma conciencia de su inserción en la ciudad, con la perspectiva lejana de la torre de Collserola en el Norte y el cercano olor del puerto en el Sur. En muchos aspectos, el Raval cumple las condiciones de apertura, pluralidad y autoconciencia que la filósofa Seyla Benhabib otorga a un espacio público plenamente democrático.
Es inútil poner puertas en el Raval: la realidad se infiltrará a través de cualquier valla. La lucha por el Raval no es una batalla de restricciones o control policial, sino el deber de exigir políticas urbanas, sociales y educativas que consigan reducir las desigualdades, mejorar las miserables condiciones de vida de una parte importante de sus habitantes y preservar lo que, sorprendentemente, funciona. Porque en la pequeña superficie del Raval se concentran algunos de los principales retos de la sociedad contemporánea y, a pesar de todo, el barrio se sostiene. Y lo hace poniendo cada día a prueba nuestra democracia de manera radical. La hospitalidad es el derecho de todo extranjero a no recibir un trato hostil por el mero hecho de ser llegado al territorio de otro. Cuando Francia reivindica el derecho de expulsión, el Raval ofrece en su frágil equilibrio algunos signos de esperanza.
Judit Carrera es politóloga.
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