Arte conceptual
A mitad de los años sesenta del siglo XX el todo Nueva York estaba hastiado de las metáforas del inconsciente para poetas con delirios orientalizantes y de esa pasión empalagosa de los Motherwell y compañía -que luego resultaba no ser siquiera tan apasionada, por cierto-. Es más, desde el principio de la década se habían escuchado las voces irónicas que el exceso de trascendencia genera -menos mal-. Frente a los artistas del expresionismo abstracto, siempre tan profundos -y tan borrachos, dicen las malas lenguas- que insistían pesadísimos en que había que "pintar con dos pelotas", aparecía el sureño guapo y cool Jasper Johns, quien pintaba su cuadro Pintura con dos pelotas, salpicado de la parodia que iba a impregnar el pop. El debate estaba servido y la distancia, imprescindible, también. Se establecía lo frío frente al lío pasional de pinceladas que los chicos de la generación de los cincuenta confundían con el único modo de hacer arte. Desde luego había empezado una época contenida en la cual las dos manoseadas pelotas no pasaban de ser la anécdota divertida.
Después otros fríos irían tomando posiciones. Los "minimalistas" dejaban claro por boca de uno de sus más ilustres miembros, Frank Stella, que no había segundas intenciones en las propuestas artísticas ni significados ocultos que brotaran del inconsciente: "Mi pintura está basada en un hecho: lo que ves es lo que ves". El objeto literal, su repetición, la serie, aparecían como una estrategia liberadora en la producción artística: si uno no tiene que preocuparse por ser original, puede llevar a cabo un trabajo más creativo. Lo había puesto en evidencia el propio Jones con sus banderas americanas cuya forma, igual al lienzo, le ayudaba a aproximarse al proceso: concentrarse en lo que se hace mientras se hace.
Esa sería, a finales de los años sesenta del XX, la propuesta de una de las personalidades más fascinantes de la modernidad, Sol Lewitt. Tras una etapa de juegos con la repetición en estructuras de aspecto complejísimo a partir de esquemas muy simples -próximas al minimalismo en cuanto a la "serialidad" se refiere-, Sol Lewitt reflexionaba a propósito del arte conceptualizante sobre el que se asienta buena parte de la producción contemporánea: lo esencial en la obra no es el producto último, sino el proceso. Quizás por este motivo en 1968 llevaba a cabo la famosa propuesta en la pared de la galería Paula Cooper de Nueva York. Algo radicalísimo tenía lugar en sus dibujos pintados por ayudantes siguiendo un determinado patrón: la obra corporativa, site specific y efímera, ponía en entredicho la Institución Arte como se había conocido hasta el momento. Era una especie de Factory en la cual el autor se diluía dando paso al final de la autoría como autoridad y a la obra como proceso.
En estos días pueden verse unos maravillosos dibujos en blanco y negro de Sol Lewitt en Juana de Aizpuru -quien conmemora sus cuarenta años y que ha preparado un programa especial con "clásicos" de la galería-. Se trata, como siempre ocurre con las obras de Lewitt, de un trabajo que trasciende la mera "serialidad". En este punto radica el asombro que produce una obra que por arte de magia deja de ser "fría" y se convierte en poética, cosa que no suele ocurrir con otros artistas conceptuales. Tal vez tuvo razón Lewitt cuando escribió en 1967 que "la obra no suele depender de las habilidades manuales del artista, porque la idea se convierte en una máquina de hacer un arte que no es teórico ni ilustrativo de teorías: es intuitivo, se relaciona con todo tipo de procesos mentales y no tiene un propósito fijo". Corran a ver la exposición que tampoco hay muchas oportunidades de ver a Sol Lewitt en Madrid (desdichadamente).
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