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Columna
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La victoria del hijo único

Es cosa de tontos, sean o no economistas, sostener que esta gran crisis es de carácter financiero o, principalmente, de esa condición. Tanto en las causas como en las consecuencias la envergadura de este crash enseña que se trata de un trastorno profundo que no solo cambiará la regulación de los mercados y los coeficientes de caja de los bancos, sino incluso la idea del amor, de la pareja y la paternidad.

El hijo único, por ejemplo. Hace cuatro o cinco meses publicó la revista Time un reportaje sobre el significado tanto psicológico como social del hijo único. ¿Fue una desgracia en el pasado no poder tener más que un hijo? ¿Son los hijos únicos unos seres malcriados, egoístas y arrogantes respecto a los otros?

La dificultad económica inaugura otro modelo de relación familiar

Una larga tradición, derivada de considerar a la familia numerosa como un bien y a la familia reducida como índice de mezquindad, ha enfatizado tanto la gloria de tener muchos hermanos como ha ensombrecido la figura del hijo único al que le faltaba con quien reír y jugar. Muchos estudios posteriores, sin embargo, han venido demostrando desde los años sesenta que con extraordinaria frecuencia el hijo único era más listo que el mismo primogénito aventajado del hogar vecino y que su fama de caprichoso, mimado o petulante, se correspondía más con una leyenda religiosa que con la realidad objetiva.

Ciertamente, un hijo único recibe a menudo enseñanzas complementarias, los padres pueden financiar mejor sus estudios en centros seleccionados y pueden, en general, ofrecerles más que una casa con más descendencia y un presupuesto similar. Pero, por añadidura, ese hijo único que, a veces, se consideró una limitación biológica vino a ser el motivo de una mayor felicidad. Muchas parejas, decía un estudio de la Universidad de Pensilvania de 2007, se han propuesto ir a por un segundo hijo no como efecto de las alegrías recibidas del primero, sino, por el contrario, tratando de resolver los males que la pareja había visto aparecer. Dos hijos pues no serían el doble de dicha sino, en el mejor de los casos, la dicha dividida por dos.

Con todo, la regla histórica establecía que las sociedades se hacían menos prolíficas en proporción inversa a su nivel material. Los pobres emigrantes de países menos desarrollados siguen siendo los protagonistas de las tasas más altas de natalidad en los países de acogida. Aunque cada vez menos: la crisis, el desempleo y el empobrecimiento general ha inaugurado una tendencia que va del más a menos. De dos o tres hijos a uno y, en ocasiones, a un aplazamiento indefinido de la paternidad.

Como consecuencia de todo este crash, la estampa, supuestamente feliz, de una clase media con su parejita vira hacia el forzado canon chino que autoriza a tener un hijo y no dos. Allí y aquí, al margen de las políticas demográficas oficiales, las dificultades económicas inauguran otro modelo de relación familiar dentro y fuera de la unidad doméstica. Menos niños son menos hermanos pero también menos primos y menor red consanguínea. Un 64% de las mujeres entrevistadas en 2009 por el Guttmacher Institute, confirmaron haber postergado su maternidad y un 44% admitían haber rebajado los planes para tener más hijos.

El mismo fenómeno se detectó en los años siguientes a la Gran Depresión de 1929 y ya nunca, a despecho de la prosperidad de los cincuenta, la familia fue jamás lo que había sido. Para ser exactos, la familia nunca es lo que se cree católicamente que debiera ser. Los hijos norteamericanos conversan hoy una media de 30 minutos semanales con los padres y los contactos no ocupan más del 10% del tiempo en casa. Hace 100 años, con los hijos convertidos en "esclavos" de sus padres, la temporalidad del contacto diurno rozaba el 100 por 100.

Los hijos aman a sus padres pero cada vez menos. Los hermanos juegan con los hermanos pero día a día la partida se simplifica. La familia, en fin, es todavía de lo mejor que afectivamente nos queda, pero nunca se ha tenido mayor conciencia del conflicto, sus desacuerdos, sus desapegos y el tránsito hacia su valor funcional. ¿Nos odiamos más? ¿Nos ignoramos? Cualquiera que haya seguido las películas de Elia Kazan, las novelas de Balzac o los escritos de Dostoyevski evitará el tópico de un futuro sin valores. Los valores no desaparecen nunca, solo se transforman. Son como el ADN de la humanidad, exactos pero no los mismos. Ni la estatura de los hijos, sus lenguajes y sus libérrimas copulaciones lo son.

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