_
_
_
_
LA COLUMNA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El silencio del presidente

No es mera casualidad que en este comienzo de verano hayan venido a confluir las convocatorias de una manifestación contra un fallo del Tribunal Constitucional, inicio quizá de una larga crisis política e institucional, y de una huelga de las llamadas salvajes, sin previo aviso ni servicios mínimos. El mismo día en que el presidente de la Generalitat anunciaba que se pondría al frente de una gran manifestación, los trabajadores del Metro de Madrid, bajo la consigna de reventar la ciudad, dejaban sin medio de transporte a más de dos millones de usuarios.

No importan aquí tanto los motivos esgrimidos, cuanto la gravedad de los hechos. Pues, por una parte, quien convoca la manifestación catalana, además de presidente de la Generalitat y primera autoridad del Estado en la Comunidad Autónoma, es dirigente del partido que lidera el presidente del Gobierno. Y, por otra, los que hablan de poner patas arriba la ciudad de Madrid pertenecen a los mismos sindicatos que había llamado con la boca pequeña a la huelga general para una lejana fecha de finales de septiembre. Quiere decir, pues, que ni el Gobierno ni el PSOE gozan de autoridad para manejar la situación creada en Cataluña, ni CC OO ni UGT la tienen para encauzar el malestar y la protesta de sus afiliados obligándoles a cumplir las leyes.

Con esto, el marco de confrontación política vuelve a ser la calle, como ya ocurriera en los lejanos tiempos de la transición. Manifestaciones y huelgas fueron entonces el pan de cada día y sobre ese rumor de la calle se comenzó a urdir la trama de los pactos que condujeron a la formación de un nuevo poder constituyente y a negociar las bases para hacer frente a la crisis económica que había puesto fin al largo periodo de crecimiento de los años sesenta. La calle era infinitamente más dura que la de ahora, con atentados, secuestros y enfrentamientos con la policía que dejaron decenas de muertos en el camino. Pero existía una decidida y compartida voluntad de superar obstáculos y al fin hubo pactos y hubo Constitución.

La tónica hoy dominante es que los pactos son indeseables y que la Constitución ha caducado: los dirigentes sindicales parecen navegar tan a gusto por el ancho río de la demagogia y el Gobierno, que sólo ha comparecido para repetir que el fallo del Constitucional es una derrota en toda regla del PP, no sabe qué decir ni qué historia contar. España plural y políticas sociales fueron los dos argumentos fundamentales sobre los que se elaboró el nuevo relato socialista de comienzos de siglo: encaje definitivo de la nación catalana en España y Estado de bienestar con ampliación ilimitada de derechos sociales. Pero esa hermosa historia, que tenía todos los ingredientes de un programa político: vertebración, más socialdemocracia, más el adorno del republicanismo a lo Petit, se ha desvanecido en el aire y su lugar lo ocupa un silencio espeso, apenas disimulado por un vano lamento de impotencia. Palabra de presidente: no he cambiado yo, han cambiado las circunstancias.

Son las circunstancias las que están pidiendo a gritos un cambio en el presidente, antes de que provoquen un cambio de presidente. Hemos aprendido de esta nueva generación de políticos que para ejercer el liderazgo es fundamental elaborar una buena historia; de hecho, todos los partidos se rodean ahora de expertos en el gran negocio del storytelling. Y bien, es hora ya de disponer de otra historia, si no tan bella como la anterior, al menos creíble: no la que cada día nos refriega, más que nos cuenta, la secretaria de organización del PSOE, tampoco la que repite la vicepresidenta primera, sino una historia de verdad, que sólo podrá contarnos el mismo presidente, autor y protagonista único -lo del núcleo duro es una broma; el núcleo era blando- del relato que acaba de sucumbir.

Y para eso no vale refugiarse en una abstracta invocación a la legitimidad. La legitimidad, en quien la ostenta, es un atributo legal, pero en quien la reconoce, es una creencia, doblada, como diría Max Weber, de un mínimo de interés. La calle, como escenario de la política, puede ser un síntoma de vitalidad ciudadana; pero puede ser también la revelación de que la gente ha dejado de creer en la legitimidad de las instituciones y decide arreglar los conflictos a las bravas, poniéndose instituciones y leyes por montera. De que el Gobierno recupere la iniciativa y el presidente salga de su silencio, comparezca ante el público y nos cuente una historia creíble dependerá que al final resulte una cosa o la otra.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_