¡Abajo Wellington!
La antigua sospecha de que el legendario general irlandés, aliado de España contra Napoleón, se hizo con una inmensa finca de manera sospechosa enoja al pueblo de Íllora (Granada). El Ayuntamiento, ayudado por un historiador, pretende reclamar las tierras a sus herederos
Paco, apodado El Teresillo, un comunista convencido, y una ristra de campesinos se pusieron a zarandear la verja de hierro forjado que da paso a las tierras del duque de Wellington, en Íllora (Granada). Era a principios de los años ochenta. En el interior de la finca, coto de caza de nobles y personajes importantes, se daba de beber agua a las perdices, pero no se dejaba buscar espárragos silvestres a los obreros del campo. La muchedumbre consiguió entrar en el terreno y se enfrentó a la Guardia Civil, como demuestra una foto en sepia en la que se ven volando tricornios y algún que otro cetme. Meses después, El Teresillo no le hizo caso a su abogado y aseguró ante el juez que había entrado a las bravas en la finca. "Si encarta voy a ir más veces", añadió, y lo corrobora hoy en día. Porque esa tierra, piensa, también es suya: más concretamente, de su pueblo.
La hacienda, conocida en la zona como el 'Gibraltar granadino', tiene una extensión de 850 hectáreas
El alcalde del municipio pretende emular al de Marinaleda (Sevilla), que expropió un gran terreno a un duque
El extenso paraje de olivos, atravesado por un acueducto, y con un molino para moler la aceituna, se encuentra en el centro del término municipal de este pueblo, situado a 30 kilómetros de la capital granadina. El Teresillo no es el único que piensa que esas tierras, hoy propiedad de los descendientes del general Wellington, le pertenecen. Un historiador, Miguel Ángel Espejo, está recabando datos para demostrar su hipótesis de que el general se hizo ilegalmente con la finca en 1814. En la comarca se le sigue conociendo a este terreno como el Gibraltar granadino. La idea de expropiar a los herederos del duque ha entusiasmado al Ayuntamiento, que ha llevando hasta ahora el asunto con el máximo sigilo.
Esta hacienda, de más de 850 hectáreas según la Junta de Andalucía -similar a 850 estadios como el del Real Madrid-, perteneció antes a Manuel Godoy, ministro de Carlos IV. Por la enorme influencia que tenía ante la reina María Luisa, se le donó El Soto de Roma, situado en Fuente Vaqueros, y la Dehesa Baja de Íllora. Godoy mandó construir aquí el acueducto e hizo un gran plantío de olivos que aún perdura. Cuando Godoy cayó en desgracia se le incautaron todos los bienes. Años después, en pago por los servicios militares prestados por el duque de Wellington a la causa española contra los franceses en la guerra de la Independencia, las Cortes de Cádiz acordaron donar al general irlandés el Soto de Roma. En el decreto no se dice nada de Íllora.
Espejo, que baja hoy por una de las cuestas empinadas del pueblo, es un personaje incómodo para los poderosos. Se enfrentó hace años al Arzobispado por la herencia que había dejado un vecino con la idea de construir una residencia de ancianos y que la Iglesia quería vender. "No lo consiguió", aclara con orgullo. Hace un par de años realizó una investigación sobre la historia de su pueblo que después acabaría plasmada en un libro que fue prologado por el juez Baltasar Garzón. En ese tiempo, tras revisar cientos de documentos de la época, creyó encontrar pruebas que demuestran que la Dehesa Baja, conocida por los vecinos como Torre de los Ingleses, pertenece a su pueblo. "El primer apoderado nombrado por Wellington, Josef O'Lawlor, añadió estas tierras por su cuenta, sin ningún decreto real, algo que en la época no era tan extraño. Muchos nobles se aprovecharon de la dejadez en la Administración de las tierras regias y ampliaron arbitrariamente sus lindes", explica de paseo por la localidad, que recuerda por sus calles empinadas y estrechas al barrio del Sacromonte, el tradicional arrabal de los gitanos granadinos.
El rumor de que O'Lawlor había incrementado notablemente su fortuna después de hacerse cargo de las fincas llegó a Londres. Él justificaba su patrimonio con las minas de plomo que su esposa, Dionisia Caballero de Gracia, había heredado en Berja (Almería). Los ingleses Richard Ford y Martin Haverty se hicieron eco de las habladurías en sus cuadernos de viaje, entre 1830 y 1843, y en una ocasión fueron a visitar los inmensos campos de olivo que gestionaba O'Lawlor. "Cosas de España", respondió con desdén cuando le preguntaron por el tema. "Calumnias de la plebe".
O'Lawlor era un hombre detallista con los nobles, de hecho, felicitó en 1829 por carta a Fernando VII por su enlace matrimonial con María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, pero bastante áspero con el común de los mortales. Al poco de llegar a Íllora se negó a pagar un sueldo a la maestra Josefa Torres, que llevaba sin cobrar desde la entrada de las tropas francesas. Los colonos de la zona, como consta en el Archivo General de Palacio, se quejaron de su nombramiento porque había subido los arrendamientos y más tarde presentaron una serie de quejas y recursos donde le acusaban de ser un tirano.
El historiador cree que O'Lawlor aprovechó la donación del Soto de Roma para agregarle sin motivo estas tierras. Es curioso, dice, el documento redactado por el diputado Vicente de Zea en 1819: "No debiendo ocultar a V. M. que el precioso y fructífero terreno de la Dehesa Baja del vuestro real patrimonio lo está disfrutando... (ilegible en el original) lord, sin estar declarado por las Cortes en la donación". De Zea relata que desde que fueron donados, los terrenos fueron empeorando con la tala de árboles, la ruina de sus costosos edificios y "el yugo insoportable de sus honrados y bien establecidos labradores". "¡Ah, que transmutación tan lamentable! Un dueño avaro, unos dependientes crueles y una Administración despótica", finaliza.
En el primer testamento del duque de Wellington no se incluye la finca de Íllora, pero sí se precisa en el testamento del segundo duque, aunque se habla de ciertos problemas para la inscripción en el Registro de la Propiedad. Nada nuevo en el lugar: ya en 1670 hubo de hacerse un deslinde y amojonamiento en la finca ante la usurpación del conde de la Masequilla y de varios vecinos. Los problemas de límites han sido una constante que aún permanecen hoy en día, con varios pleitos abiertos entre propietarios colindantes.
La prueba más contundente con la que cuenta Íllora fue proporcionada por Pascual Madoz, político de la época que llegó a ser en 1868 presidente de la Junta Revolucionaria. Madoz realizó un diccionario geográfico e histórico de España y sus posesiones de ultramar en el que decía lo siguiente: "Una vez adquirida por el duque la propiedad, dio sus poderes amplios al brigadier José Olaulor (O'Lawlor); y este, al tomar posesión de su cargo pretendió que se incluyese la donación de la dehesa de Illora, separada a 1 1/2 del Soto. Consultado el Gobierno, declaró que hallándose tan distantes no se le considera como parte de la donación". Sin embargo, prosigue Madoz, "por razones que se ignoran", el apoderado se posesionó de la nueva finca. Y añade que fue devuelta al pueblo en las distintas épocas de 4 de febrero de 1814, 19 de mayo de 1820 y 11 de mayo de 1941.
Se le escapa una sonrisa a Espejo cuando cita las fechas. Señala con el dedo la finca, a lo lejos, cuando está a punto de anochecer. "Hay que encontrar esos archivos de Madoz donde se dice que es propiedad municipal. Si así fuese, estos tienen la condición de inembargables, imprescriptibles e inalienables, de conformidad con el Código Civil de 1889", afirma.
Lo que es seguro es que esos documentos no están en el Ayuntamiento. Quizá se quemaron durante la guerra, sugiere un trabajador. El alcalde de Íllora, el socialista Francisco Domene, ha llevado en secreto todo este asunto. Sólo están enterados sus más cercanos colaboradores. Sabe que es un tema delicado. En un pueblo de agricultores como este, que ha llegado a registrar este año una de las tasas de paro más altas del país, sería un impulso importante que unas tierras tan fértiles se pudiesen explotar en beneficio de los vecinos de la localidad. "Sería algo que podría cambiar nuestra historia", afirma Domene en su despacho. Algo parecido a lo que ocurrió en Marinaleda, un pueblo de Sevilla que hizo suyos los terrenos del duque del Infantado y que a día de hoy ha alcanzado el pleno empleo.
En el archivo general del Palacio Real, que reúne la documentación de la Real Casa y del Patrimonio de la Corona, se encuentra un inventario a cargo del anterior gobernador del Soto de Roma que sí incluía la hacienda en 1914. Diecisiete años después se puede leer, con ruido de tambores de fondo por el cambio de guardia en el palacio, que el administrador solicitaba al Rey que confirmase la donación de las Cortes de Cádiz, al parecer por los rumores de apropiación ilegal. "No existe una respuesta real, una confirmación, que es lo que quería obviamente Wellington", cuenta un experto en el archivo. "Aunque lo podía haber hecho de facto o de palabra, lo que también es totalmente válido. Lo que es seguro es que han tenido unos problemas de linde desde siempre", añade.
El jurista Fernando Cos-Gayón, en su Historia jurídica del Patrimonio Real, incluye un decreto de la regencia con las escrituras y una carta de Fernando VII a Wellington: "Duque de Ciudad Rodrigo, mi primo, general de mis ejércitos. He sabido de las distinciones que en mi ausencia os han hecho llegar las Cortes del reino; y he visto que han sabido apreciar el especial mérito singular de vuestra persona". Años después, el propio Fernando VII derogaría muchos de los decretos de las Cortes, de ahí la importancia de la carta que O'Lawlor se afanó tanto en buscar y nunca llegó a encontrar.
¿Qué opinarán de todo esto en la finca? No se puede saber. Las puertas de entrada están coronadas por una W de Wellington, y una C y una R, de Ciudad Rodrigo, los dos títulos más importantes del duque. Un largo camino lleva a una torre donde vive el administrador, Gonzalo Zuleta, don Gonzalo, para la gente del pueblo, un hombre del norte que choca con el carácter sureño de la gente del lugar. Pero allí no quieren decir nada. "No hablamos con la prensa", dirá Zuleta. La explotación de la finca está a cargo del marqués del Douro, heredero del octavo duque de Wellington, que en su día heredará también el ducado. Este periódico propuso al marqués mantener una conversación sobre la historia de la finca, pero en toda la semana no ha habido respuesta.
La relación de Íllora con la hacienda no es nada agradable. "Con el duque es nula, cero contacto, y con el actual administrador, nefasta", declara el alcalde, un ex funcionario de 33 años que ganó las últimas elecciones contra todo pronóstico. No hace mucho, 200 alumnos de un colegio fueron a plantar álamos en los alrededores del municipio. Zuleta montó en cólera, según los dirigentes del Ayuntamiento, porque supuestamente se estaba haciendo en sus límites. También se convirtió en un problema organizar un campeonato de mountain bike que por fuerza tenía que acceder por uno de los caminos de la hacienda: el administrador se negó.
El último conflicto se abrió por culpa de dos dólmenes neolíticos que se utilizan como mojón en la finca del duque. El Ayuntamiento se los pidió, a cambio de sustituirlos por otros de cemento o piedra, para contribuir al museo que se planea abrir en honor al historiador Manuel Argüelles, obsesionado por recopilar piedras, tumbas y restos milenarios en la comarca. Zuleta se negó.
Aquí, a principios de los setenta, venía a cazar Carlos de Inglaterra. En los periódicos locales se decía entonces que los Wellington pretendían casar al heredero de la Corona británica con su hija, Ana. La pareja visitó la Alhambra iluminada, como recuerda el periodista Antonio Ramos Espejo. Íllora se llenó de paparazzi. Aunque se casó con Diana de Gales, el príncipe siguió visitando la hacienda. En el pueblo es raro que alguien diga no haber visto a Carlos acompañado de una mujer que todos identifican como Camilla Parker Bowles, su actual esposa. El churrero asegura que incluso hizo cierta amistad con Camilla, muy habitual de su establecimiento los domingos.
Cada año se celebra en esta finca una de las mejores cacerías nacionales. Las ilustres escopetas esperan en los puestos a que los jaleadores, agricultores que se ganan un jornal espantando a las perdices con hoyas y cacerolas, acerquen las presas. En uno de los extremos de la hacienda se colocan cinco o seis chicas llamativas que ondean unas banderas blancas para impedir que las perdices salgan fuera. Los guardas, por si acaso, vigilan la alambrada. Todo queda dentro de los dominios de los Wellington.
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