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LECTURA

Un siglo tras la bandera roja

La crisis del capitalismo globalizado es un momento ideal para revisar el comunismo y las razones de su fracaso. De esta reflexión parte David Priestland en el libro 'Bandera roja', del que publicamos un extracto

En un poema de 1938, An die Nachgeborenen (A los que todavía no han nacido), Bertolt Brecht explicaba a las generaciones futuras su opción por el comunismo. Aceptaba que "el odio, incluso contra la vileza, desfigura el rostro", pero aun así pedía nachsicht (indulgencia); aquellos tiempos en los que él vivía eran "sombríos" y "una conversación sobre árboles es casi un crimen, porque significa callar tantas fechorías"; frente a la injusticia no había otra alternativa que el rigor. "Nosotros, que queríamos preparar el terreno para la amabilidad, no pudimos ser amables. Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos en que una persona sea para otra una ayuda, pensad en nosotros con indulgencia".

La forma menos liberal y romántica del comunismo, el marxismo-leninismo, era la que solía triunfar
Hicieron mucho para modernizar sus países, pero había límites muy severos a sus logros en la economía
Es poco probable el regreso al socialismo "realmente existente"; el recuerdo de sus excesos y fracasos es reciente
Cuando un partido comunista llegaba al poder solía pretender un cambio radical usando métodos marciales

¿Deberíamos ser indulgentes? El propósito de este libro no es afirmarlo ni negarlo. Hay que juzgar moralmente los crímenes históricos, pero también necesitamos explicaciones. Así pues, una cosa es ser indulgente con Brecht, y otra cosa muy distinta serlo con Stalin o Pol Pot.

En cualquier caso, el poema de Brecht nos ayuda a entender el atractivo del comunismo soviético, incluso para alguien tan opuesto al idealismo y al romanticismo como era él. El comunismo trataba de conseguir la "amabilidad" universal con métodos muy poco amables. Su objetivo era acabar con la desigualdad y traer la modernidad, pero se basaba en la idea de que esto sólo se podía conseguir con métodos radicales, y en último término mediante la revolución.

El deseo marxista de unir la modernidad con la igualdad se iba a demostrar especialmente sugestivo para los estudiantes patrióticos y las élites instruidas que veían su país sumido en el "atraso": hombres y mujeres que seguían los pasos de los jacobinos, de Chernishevski y de Lu Xun en su afán no sólo de desafiar el viejo poder patriarcal, sino también de competir con las naciones más "avanzadas". Aun así, el auge del comunismo no era el resultado inevitable del retraso y la desigualdad. De no haber sido por el caos que prevalecía en Rusia en 1917 o por la invasión japonesa de China, los dos grandes países en los que prendió su llama convirtiéndolos en inspiración para otros, quizá nunca habrían enarbolado la bandera roja. Pero si el comunismo solía prender en amplias franjas del pueblo más allá de los activistas -aunque raramente en una mayoría abrumadora-, era su forma menos romántica y más antiliberal, el marxismo-leninismo, la que solía triunfar. Ese híbrido ponía el acento en una minoría disciplinada, clandestina y militante, el partido de vanguardia.

El "partido de nuevo tipo" leninista surgió de la experiencia conspirativa de la política y la guerra civil en Rusia. Desarrolló una combinación peculiar de cultura militar y cuasi religiosa y casi se convirtió en una secta, muy preocupada por transformar a sus miembros en adeptos de la auténtica causa socialista. Y una vez que consolidó su poder con Stalin su energía se volcó en otra tarea "heroica": la industrialización del país. El partido se veía a sí mismo como un motor de desarrollo que trataba de arrastrar al campesinado y otros grupos "atrasados" hacia la modernidad. Fue esa promesa de energía dinámica, pero disciplinada, la que atrajo a los intelectuales de tantos países subdesarrollados y colonizados, y su impulso organizativo el que atrajo a la izquierda antifascista situando a los comunistas en el centro de la resistencia real en los países ocupados por los nuevos imperios alemán o japonés.

De hecho, los comunistas solían mostrar más confianza en sí mismos cuando formaban parte de un movimiento revolucionario que se oponía a la burocracia y el imperialismo, en particular en situación de guerra, mientras que el ejercicio real del gobierno les resultaba más difícil. Cuando un partido comunista llegaba al poder, durante sus primeros años de gobierno solía pretender una transformación radical, destinada a impulsar a la sociedad hacia el comunismo, a menudo utilizando métodos marciales. Como admitía el Che al poeta Pablo Neruda: "La guerra... La guerra... Siempre estamos contra la guerra, pero cuando la hemos hecho no podemos vivir sin la guerra. En todo instante queremos volver a ella". El radicalismo también parecía más necesario debido a la guerra y a las amenazas exteriores. El marxismo más tecnocrático o pragmático parecía mucho menos relevante en esas condiciones. La guerra o la amenaza de guerra llevaba a menudo a los comunistas radicales al poder, como en el caso de Stalin en 1928 o de Mao en 1943.

Las movilizaciones de masas, los saltos económicos adelante, la reforma agraria y las campañas de colectivización se asemejaban todas ellas a campañas militares y a menudo inspiraban el sacrificio solidario de los comunistas y de sus seguidores, especialmente de los más jóvenes; pero sus métodos rigurosos generaban inevitablemente víctimas.

(...) Evidentemente, muchos regímenes comunistas no recurrieron a la violencia de masas. Sin embargo, era en las fases más ambiciosas y radicales del comunismo cuando se producían más víctimas, en particular cuando el régimen trataba de estabilizarse. El grado de violencia difería, dependiendo de los dirigentes y las circunstancias. El más extremo fue el de la Kampuchea de los jemeres rojos y el más mitigado el de los "marxistas humanistas" de Cuba. La movilización para la guerra también podía dar lugar a matanzas en masa, como durante las grandes purgas de Stalin en la década de 1930. Muchas de las víctimas de los regímenes comunistas se suponía que eran "enemigos de clase", pero la mayoría de ellas se debieron al hambre ocasionada por una política agraria empecinadamente dogmática.

Los métodos radicales no se podían utilizar durante mucho tiempo ya que dañaban la economía y provocaban el caos. La autoridad de los expertos y directivos que tenían que gestionar el sistema planificado se veía socavada, los "saltos" superambiciosos generaban desorden y los métodos ultraigualitarios fracasaban. Un reducido grupo de militantes no podía transformar una sociedad amplia y compleja sin un apoyo más amplio. Finalmente el régimen cobraba conciencia de que tenía que "replegarse" y sentar unas bases más sólidas. En la URSS, después de la Segunda Guerra mundial, un planteamiento más tecnocrático se fusionó con la insistencia en la unidad "patriótica" en lugar de la división sectaria; pero Stalin todavía trataba de mantener la militancia del sistema y seguía utilizando métodos muy represivos contra los "enemigos del pueblo" antipatriotas.

A la muerte de Stalin muchos comunistas comenzaron a poner en cuestión la vigencia del viejo modelo y a presionar en favor de un movimiento más abierto y "democrático". Sin embargo, era difícil llegar a un consenso sobre la forma de ponerlo en práctica. Hubo quienes intentaron soluciones tecnocráticas, pero chocaron con la oposición de los dirigentes políticos y del pueblo; otros, como Mao y Che Guevara, volvieron a recurrir a un tipo más radical de comunismo y el resultado inevitable fue el desorden y el caos, cuando no la guerra civil; hubo también otra corriente que combinaba un socialismo más ético y romántico de liberación humanista con elementos pragmáticos del mercado y la democracia pluralista, en particular durante la Primavera de Praga. Pero el partido no estaba dispuesto a renunciar a su monopolio del poder o a diluir el viejo sistema planificado, y esto precipitó una reacción conservadora en el bloque soviético durante los años setenta que, a su vez, reforzó la resolución de Gorbachov y sus reformistas de emprender una "revolución" contra el partido que acabó destruyendo el propio sistema.

Los regímenes comunistas no siempre habían parecido tan reaccionarios. Su empeño en el bienestar, la educación y la movilidad social contrastaba a menudo notoriamente con las prioridades de los gobernantes anteriores y podían ser muy populares. También hicieron mucho por modernizar sus respectivos países, promoviendo la integración nacional, la movilidad social y el bienestar. Había, sin embargo, límites muy severos a sus logros, en particular en lo que se refiere a la economía. La planificación central daba lugar al despilfarro y daños al medio ambiente; y para los ciudadanos de Europa oriental que conocían en alguna medida la sociedad de consumo occidental la brecha era muy obvia.

(...) Pero quizá más perjudicial que la esclerosis económica fue la distancia creciente entre el ideal del comunismo y su realidad. En la década de 1970 en la URSS eran ya muy pocos los que creían que el partido estuviera tratando seriamente de crear una sociedad nueva, dinámica e igualitaria. El partido que había llegado al poder como una élite idealista y militante parecía ahora haber perdido ese impulso y haberse convertido en una organización dedicada únicamente a conservar su poder y sus privilegios. Tras haber dejado atrás un sistema de desigualdades muy arraigadas parecía estar creando uno nuevo. Los intelectuales y profesionales urbanos se sentían especialmente molestos por su exclusión del poder y su falta de libertad, y mientras el mundo capitalista -en parte como respuesta a la amenaza comunista tras la Segunda Guerra Mundial- se hacía más abierto e igualitario, el comunista parecía ahora más elitista y menos moderno que su rival.

El comunismo estaba también cada vez más desacreditado por su propio legado de violencia, ya fuera por el comportamiento de los nuevos regímenes del Tercer Mundo subdesarrollado o por la memoria de los crímenes estalinistas y maoístas. El Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural, el terror en Camboya y la represión en Etiopía, pretendidamente justificados como esenciales para llegar al comunismo, ponían en cuestión todo el proyecto marxista. La represión cotidiana también ponía de relieve el vínculo entre marxismo y deshumanización, y esto suscitó un debate sobre la propia responsabilidad de Marx en la tendencia aparentemente intrínseca del comunismo a la violencia. Algunas de las ideas de Marx o a él atribuidas -especialmente su rechazo del liberalismo y de los derechos democráticos universales y su suposición de que en el futuro se podría llegar a un consenso popular total- se utilizaron para justificar proyectos de movilización y control estatal absoluto, aunque no fuera eso lo que él pretendía. La alabanza de Marx y Engels a las tácticas revolucionarias en distintos momentos se utilizó también para legitimar la violencia. Ahora bien, como señalaban sus partidarios, el propio Marx se opuso al tipo de política elitista que más tarde desarrollarían los partidos marxistas-leninistas y no habría aprobado los regímenes que éstos crearon.

(...) Es poco probable el regreso al "socialismo realmente existente"; el recuerdo de sus excesos y fracasos es demasiado reciente. Pero la actual irritación por la extrema desigualdad de riqueza ha alimentado en algunos países un potente populismo de izquierdas, aunque la historia muestra que las desigualdades económicas extremas, aun siendo una condición necesaria, raramente es suficiente para el triunfo de la extrema izquierda; también se requieren normalmente la dominación imperialista y una estratificación social muy rígida. Si esos tres elementos (o algo que se les parezca) vuelven a combinarse como consecuencia de la actual crisis económica, entonces puede ciertamente desarrollarse un nuevo tipo de extrema izquierda.

(...) Con la caída del comunismo se hicieron evidentes la destrucción provocada por los esfuerzos de transformar la sociedad y la humanidad de forma radicalmente utópica, así como su desprecio hacia la ética y los derechos humanos universales. También era inevitable que el intento prometeico de los comunistas de combinar los proyectos en conflicto de la ciencia moderna, la igualdad y la libertad quedara desacreditado; pero no deberíamos ignorar totalmente a Prometeo. La necesidad de resolver las cuestiones que plantea ese mito parece hoy más necesaria que nunca, si queremos descubrir nuevas vías hacia un orden social y ecológico más igualitario y sostenible.

Bandera Roja, de David Priestland. Editorial Crítica. Fecha de publicación: 25 de marzo.

Lenin (sobre el estrado) y Trotski (a la derecha del estrado, mirando de frente), durante la celebración de un mitin el 5 de mayo de 1920.
Lenin (sobre el estrado) y Trotski (a la derecha del estrado, mirando de frente), durante la celebración de un mitin el 5 de mayo de 1920.

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