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OPINIÓN
Columna
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Elogios fúnebres

En España se ha cultivado poco el periodismo necrológico. Aparecen con regularidad artículos que homenajean a los desaparecidos recientes, pero apenas existe un género que en la prensa anglosajona goza de gran prestigio.

Hace años, cuando vivía en Londres, tenía la oficina en el diario The Independent. Estaba situada junto al departamento de obituaries, una sala en la que cinco periodistas se dedicaban a reunir documentación y, muy a su pesar, a espantar a personas ancianas. Era entretenido escuchar sus llamadas telefónicas, y sus esfuerzos por tranquilizar al interlocutor: "No, no, no tenemos ninguna razón para suponer que su muerte sea inminente, simplemente queremos verificar algunos datos para cuando eso suceda". La llamada del periodista necrológico era algo así como la llamada del destino. En cuanto se recibía, el afectado sentía que empezaba la cuenta atrás.

The Independent no incluía en sus obituaries sólo personajes famosos o notables. A veces se retrataba la vida de un hombre o una mujer que no habían salido destacados en nada, pero cuya biografía resultaba lo bastante especial como para merecer una lectura. En cualquier caso, las piezas fúnebres no eran complacientes. Reflejaban lo bueno y lo malo, con profusión de datos y testimonios contrastados. Siguen manteniendo el mismo estilo y a veces sorprenden por su dureza.

En septiembre pasado murió Keith Floyd, un personaje difícil de definir: periodista, soldado, medio cocinero y medio aventurero, celebridad televisiva, bebedor eximio, empresario hostelero arruinado decenas de veces, brutalmente sincero, amante de los chalecos y las pajaritas, simpático y caótico. Se le consideró pionero de los modernos programas de cocina, en los que el chef actúa como un showman.

Debió de ser un hombre difícil de manejar. En 1991 realizó una serie de programas para la BBC sobre la cocina española, y en 1992 publicó un libro en el que ofrecía recetas y anécdotas del rodaje. En uno de los capítulos tenía que cocinar salmón para el presidente de Galicia, Manuel Fraga, en el restaurante Casa Vilas. El resto lo explica él: "Sólo unos minutos antes de que entrara el presidente recibí, por así decirlo, una urgente e inesperada llamada de la naturaleza. Apretándome un pañuelo contra la boca y sujetándome el estómago, corrí hacia el retrete y me encerré. Pero era demasiado tarde. Les ahorro los detalles repugnantes, baste decir que mi ropa quedó en un estado totalmente inapropiado para mostrarme en público, mucho menos en televisión, mucho menos junto al presidente de Galicia".

La anécdota refleja una de las características del personaje: su propensión a los desastres. También era un hombre de reacciones bruscas. En 1991, mientras atendía la barra de su pub, entró en el local una mujer de 30 años, 23 menos que él. Cuatro horas después le pidió matrimonio, con éxito. La unión duró exactamente tres años. En 1994, la mujer, Shaunagh Mullett, olvidó el aniversario de su encuentro. Floyd la echó del pub, junto a más de 50 clientes, y se negó a volver a verla. De la siguiente esposa, Tess Smith, la cuarta, se despidió en público: le anunció el divorcio, a ella y al mundo, desde el escenario de un teatro.

Su necrológica en The Independent contenía frases como las siguientes: "Carecía de talentos destacables", "no tenía otra pasión que la bebida", "no se hablaría aquí de Floyd de no haber sido por Pritchard [el hombre que dirigía sus programas de cocina]", "fue siempre un monstruo egomaníaco, siempre borracho, siempre paranoico".

No era el tipo de texto que uno querría que se leyera en su funeral. Creo que a él, sin embargo, le habría gustado. Amaba el periodismo y la sinceridad.

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