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LLAMADA EN ESPERA
Columna
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Best seller

Si me pongo a rebuscar en la memoria, me resulta complicado recordar cuándo fue el preciso instante en que aparecieron entre los andenes del cercanías, por los vagones del metro, en el tren, en los bancos de las paradas del autobús; en las tiendas de las estaciones y los grandes almacenes. En casa de los mejores amigos; en el regazo de una desconocida; presidiendo cierto escaparate banal y asomando tímidos entre volúmenes de filosofía. Al principio miraba incrédula la escena, sin acabar de comprender la pasión tan difícil de esconder -parecía- de todos aquellos que ni tenían aspecto de lectores. Sin embargo, ahí estaban: leyendo. Recorrían las páginas, ávidos, capaces de transmitir una sensación inequívoca: el mundo exterior había desaparecido.

Me quedo un instante mirando a la mujer que viaja a mi lado con su gran libro abierto. No aparta los ojos ni cuando la azafata le ofrece un zumo. Ya no es joven, pero su actitud de entusiasmo frente al texto me produce una sensación inagotable de nostalgia y me aparezco entre los recuerdos siendo una adolescente, devorado los grandes relatos del XIX. Y retrocedo en el tiempo más si cabe y me veo de niña leyendo a Maigret y Agatha Christie, regalo de mi padre, o a "los Cinco", regalo de mi madre. Me veo en la época de las mejores lecturas, las que nos pillan impresionables y entran por los poros como veneno que se inocula para siempre y nos mantienen la noche en vilo como las pasiones amorosas, sin importar el madrugón del día siguiente, ni la clase. En esa época de la vida leer es un acontecimiento, deseo punzante de que vuelva a ser de noche para regresar a la historia abandonada a la fuerza durante el día y sus servidumbres -colegio, meriendas, deberes...-. Porque la vida de los lectores -de los futuros lectores quiero decir- cambia radicalmente cuando adquieren autonomía sobre la luz de la mesilla: poder apagarla cuando quieran.

Miro de nuevo a la mujer ensimismada del tren y siento una envida infinita hacia su novelón y su frenesí de adolescencia. ¡Menos mal que mi libro en este trayecto es tan despojado que no permite comparaciones! Voy leyendo Silencio (Ardora, 2002, con un epílogo de Juan Hidalgo), de Cage, el artista luminoso que codificó lo obvio: el silencio es también música porque el silencio absoluto no existe. Junto a Merce Cunnigham y su ruptura de la danza tradicional -para él, bailar era "empezar con un paso", dejar fluir al cuerpo- o Rauschenberg, John Cage iba a revolucionar la forma de entender el arte como obra de arte total, subvirtiendo sobre todo el papel del espectador. Vengo de Barcelona. Acabo de ver en el Macba una muestra extraordinaria del artista extraordinario; una revisión seria y contundente donde nada se ha dejado a ese azar que tanto intrigaba al músico norteamericano.

Aunque pese a mi entusiasmo hacia Cage la envidia me sigue devorando y me inunda la necesidad de tener entre las manos un novelón como el de mi vecina. Pienso en Noticias del Imperio (Verticales de Bolsillo, 2008), de Fernando del Paso, la última gran novela histórica del siglo XX, con esa Carlota esperando sorprendida la muerte de Maximiliano. "No te engañes, nada de Proust o de Zola", me aclara una amiga con tono sarcástico cuando le refiero las sensaciones desde el móvil, "toda esa gente va leyendo best sellers". Así que ahora se llevan los libros gordos de consumo. Me tranquilizo un poco. Quizá tengan unas letras muy grandes para aumentar el número de páginas. De hoy no pasa. Entro a Vips y me compro eso que tenía tan encandilada a mi vecina. Por si acaso.

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