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La fiesta de los difuntos

Los muertos cenan tamales y mole esta noche en casa

La fiesta mexicana de difuntos, vista por una familia en Madrid

La jornada del 31 de octubre empieza temprano y termina tarde en casa de José Luis Camacho y Begoña Farragut. Esta noche tienen invitados a cenar. Muy de mañana, a las siete, Begoña comienza a preparar la masa para el pan con el que piensa agasajarles. El nombre de la receta, "pan de muerto", hace sospechar que será una cena especial.

"Los frijoles son de lo que más les gusta... digamos... a los muertos", suelta Begoña, vasca de 42 años, mientras coloca un cuenco repleto de las judías mexicanas en el altar que lleva horas preparando en el salón de su vivienda, en el barrio de Salamanca. "Éste es el tercer año en que montamos un altar en casa para celebrar el Día de Muertos", relata Begoña, mientras su hija, Paula Guadalupe, de siete años, esparce pétalos de margarita por el suelo del salón.

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La "culpa" de todo esto la tiene su marido José Luis, de 44 años, que abandonó México DF para estudiar un máster en la Universidad de Salamanca, se enamoró de España y se quedó. Pero Begoña es la que más se ha volcado en importar el folclor mexicano a Madrid. "Él estas cosas no se las esperaba", apunta la mujer. "La primera vez que me dio a probar un pozole [plato típico mexicano hecho con grano de maíz] que había hecho ella misma me dejó impresionado", confiesa el marido. Pero volvamos a la visita de los muertos.

La tradición, mezcla de la cultura prehispánica y la española y considerada Patrimonio Oral de la Humanidad desde 2003, dice que los antepasados fallecidos visitan a sus familiares vivos el día 2 de noviembre. Para recibirles, el 31 de octubre se prepara un altar, que se adorna con todo aquello que les gustaba a los muertos a quienes está dedicado (sus comidas y bebidas favoritas -en un altar mexicano que se precie no puede faltar el tequila-, sus objetos personales). La madrugada de ayer fue la "visita" de los niños fallecidos y la de hoy, la de los adultos.

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Algunas familias, en México, van a comer con sus muertos al cementerio, a donde llevan la música que les gustaba. Brindan con ellos y les hablan a los más jóvenes de cómo eran. "En algunos pueblos incluso se pasa la noche allí", relata José Luis. No hay miedo a los esqueletos ni a las calaveras, así que éstas campan a sus anchas por el salón de esta familia de Madrid.

"¿Dónde colocamos a la Catrina?", pregunta Begoña. José Luis se encoge de hombros. "La Catrina es como la muerte pija", explica Begoña sin cesar de sacar de la cocina innumerables platos de comida mexicana (tamales, pollo con mole). "Viste elegante porque viene a buscarnos", continúa. Y se decide a colocarla en el centro del altar, adornado con papeles de colores y flores naranjas, también de papel, que sustituyen a las típicas zempazuchitls mexicanas.

Es el momento de colocar las fotos de los antepasados a los que se dedica. Begoña saca a su padre fallecido y al padre de su anterior marido. Y añade una velita pequeña por un hermano de José Luis, que murió siendo niño y del que no conservan fotografías. El altar está casi terminado. Paula Guadalupe da el último toque formando un pasillo de pétalos en el suelo, "para que los muertos sepan el camino". El pan coronará la estructura cuando salga del horno.

"De las ceremonias religiosas de aquí me sorprende mucho su solemnidad", explica José Luis. "Esta celebración nuestra es muy barroca", añade.

No todos lo entienden en el vecindario. "Se deben pensar que hago magia negra", cuenta Begoña mirando de reojo por la ventana. Hay amigas que "se niegan a entrar de noche", cuando se encienden las velas y el ambiente se vuelve siniestro. La chica que cuidaba a las niñas, hondureña, "se murió de miedo" al verlo. Pero a sus hijas las calaveras les parecen como los Papa Noel del árbol de Navidad.

Tras varias horas de trabajo se ilumina el altar. La cena está servida. Ya sólo queda esperar a que los invitados se presenten. Begoña advierte: "¡Más vale que se lo coman todo!".

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