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Columna
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Malos tiempos para la lírica

Meses antes de las presidenciales, un destacado analista político ruso, Mikhail G. Delyagin, mantuvo una posición crítica con Vladimir Putin. Cuando el programa se emitió, Deyagin había desaparecido. Sus intervenciones no sólo se habían cortado, sino que su imagen se había borrado digitalmente. Con las prisas, en algún plano sus pies descabezados aparecían bajo la mesa.

La desaparición de la opinión disidente es una muestra del control del Kremlin sobre los medios para consolidar su poder. Vladimir Putin no es una anomalía, sino el máximo exponente de las relaciones peligrosas entre política y periodismo.

De todas las relaciones tóxicas posibles, la connivencia entre políticos y periodistas o las guerras entre empresas periodísticas y el poder político acostumbran a ser de las más dañinas para la calidad democrática de un país. No solo está en juego la credibilidad periodística, sino la solidez empresarial que alimenta la independencia y el juego limpio.

Una de las relaciones tóxicas más dañinas para la calidad democrática es la connivencia entre políticos y periodistas

En tiempos de crisis económica, el periodismo acostumbra a ser material especialmente sensible. En el último año, la libertad de prensa se ha deteriorado en Europa según Reporteros Sin Fronteras (RSF). España, ha retrocedido siete puestos en una clasificación que encabeza Islandia y cierran Corea del Norte y Eritrea. La lista sólo puede ser orientativa, visto que España aparece justo antes que Estados Unidos y tras Namibia y Malí, pero RSF desataca dos puntos débiles de nuestro sistema: el terrorismo y la cobertura informativa de las campañas electorales. Demuestra poca destreza política que los bloques electorales se conviertan en un punto negro para la imagen de la democracia española. Es cierto que se han flexibilizado y los redactores en campaña ya no están obligados a informar por imperativo partidista de actos que, por ejemplo, la lluvia suspende, como fue el caso alguna vez. Pero no se ha negociado lo suficiente ni se respeta el trabajo periodístico para evitar el descrédito colectivo de que los informativos públicos prevengan en antena de que los periodistas no se hacen responsables de la información política que emiten a continuación.

Conscientes de que la información llega a la mayoría de la población a través de la televisión, partidos y administraciones tienen la tentación de evitar intermediarios molestos, es decir, periodistas. Una práctica cada día más extendida es la producción de actos políticos por los partidos y administraciones. Congreso y Senado, al igual que el Parlamento de Cataluña, distribuyen una imagen que controlan con más o menos esmero. En algunos casos, el canal del sonido ambiente que debería trasladar a los ciudadanos los insultos y el griterío es prácticamente imperceptible. Tampoco la lectura de periódicos, los bostezos y los ordenadores conectados a redes sociales durante las sesiones se pueden ver por televisión.

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Algunas administraciones, como la madrileña, cuentan con equipos que graban los actos de la presidenta y distribuyen a los medios, que entre recortes de plantilla y medios, los aceptan.

El desprecio por la función del periodista lleva a los partidos a convertir en común la anomalía de los comunicados sin preguntas, las valoraciones a través de SMS o bien que el jefe de la oposición española pase más de seis meses sin explicarse en una rueda de prensa. Cuando, finalmente, compareció Rajoy la semana pasada en plena tempestad en Valencia, lo hizo en unos términos que rozaban la caricatura y el ninguneo.

Habitualmente, un síntoma de mala salud es la pérdida del humor. En Cataluña se mantiene con Polonia, a pesar del partidismo del consejo de administración de la Corporación. Cabría preguntarse si Polonia habría sido posible en otro momento político, si habría podido exportar al presidente caricaturizado como señuelo de la programación y si es la guinda del pastel de la información y el debate político de actualidad o se ha convertido en el pastel mismo.

Envejecida ya la transición, políticos y periodistas deben establecer relaciones de desconfianza y respeto mutuo. Unos y otros se lo deben a una sociedad democráticamente mejor.

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