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Columna
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Atroz

El pasado domingo nos informaba este periódico de la fallida ejecución de Romell Broom, convicto por el secuestro, violación y asesinato de una niña de 14 años en 1984, esto es, hace 25 años. Se nos ofrecía también el documento de la declaración jurada del propio Brown sobre las circunstancias de su frustrada ejecución. El documento es atroz. Lo es porque nos informa de la crueldad añadida en el momento de la ejecución, la tortura a la que es sometida una persona cuando sólo se trata de quitarle la vida. Pero el documento es también atroz en sí mismo, esto es, como texto. Si careciéramos de cualquier otra información de lo que ocurrió que no fuera esa declaración jurada, creo que tendríamos que alarmarnos sobre lo que está ausente en ella. Y lo que está ausente es la muerte. Es lo que me incomodó cuando la leí, ajeno como era aún a cualquier otra información sobre el caso, o a que el texto formara parte de un protocolo judicial, o a la intencionalidad a la que pudiera servir.

Escrito o no de mano del firmante, el texto se hallaba en primera persona y contenía los rasgos de subjetividad suficientes como para considerarlo un testimonio de lo vivido por el reo en el momento de su ejecución. Y lo espeluznante para mí, más allá de los detalles sádicos de la crónica, era la escasa presencia en él del hecho fundamental, que adquiría a lo sumo el valor de un dato clínico. Romell Broom nos informa de que está condenado a muerte, del rechazo de la última revisión de su caso, de cómo lo conducen a la celda en la que le administrarán la inyección letal, y de todos los intentos fallidos -hasta 18- de encontrarle una vena, en brazos, manos y piernas, en la que inyectarle la muerte. Y lo que le preocupa es el dolor que le causan, no el hecho de que vaya a morir. Es más, colabora con sus verdugos en la tarea de encontrarse una vena, lejos de celebrar en el fracaso una posibilidad de salvación. Al final de su declaración, cuando recuerda que volverá a ser ejecutado, hace mención de la angustia de la espera, aunque lo que le vuelve a preocupar es la tortura a la que será sometido de nuevo, dado que sus venas no habrán cambiado. Si sustituimos inyección letal por inyección intravenosa de un calmante nos podemos hallar ante la queja de un enfermo y no ante la de un condenado a muerte.

Supongo que, en 25 años de espera, la esperanza, si la hay, lejos de constituirse en un estímulo vital puede convertirse en un infierno. Ignoro si Romell Broom alberga algún deseo de vivir. Seguramente sí, de ahí que se queje del procedimiento, recurso último que le queda para aferrarse a la vida. Este escrúpulo ante el procedimiento, único al que atienden los partidarios de la pena capital, tal vez implique un grado de humanidad. Pero encierra también una perversión, como nos muestra el documento de Broom. La de convertir la muerte de un hombre en un dato accesorio, una tarea de la que lo único que importa es su factura.

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