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Reportaje:LIBROS | Ciencia

Celebrando el universo

La naturaleza humana es más compleja y misteriosa de lo que habitualmente pensamos. Nuestro intelecto alberga intereses, filias al igual que fobias, cuyo origen no logramos situar en el ámbito de nuestras experiencias personales, de nuestras biografías particulares, lo que nos induce a pensar que acaso tengan algo que ver con la biología evolutiva, con la historia y desarrollo de la especie humana, que hizo que se enquistaran en nuestros cerebros tales intereses (Darwin, por ejemplo, se refirió en su autobiografía al "odio instintivo a las serpientes": instintivo porque las tememos -también los monos- aunque no hayamos visto una antes). Desde semejante perspectiva, es posible pensar que la atracción que sentimos por todo lo que tiene que ver con el universo, con lo que alberga ese inmenso receptáculo que adivinamos por las noches, bien pudo tener semejante origen.

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Ahora bien, desde hace tiempo una parte sustancial de la humanidad vive apiñada en conglomerados artificiales (a los que llamamos ciudades) inundados permanentemente de luz, lo que nos impide acceder a espectáculos tan maravillosos y conmovedores como la contemplación de esa inclinada franja lechosa poblada de millones de pequeñas luces, a la que llamamos Vía Láctea. A pesar de ello, conservamos la afición por saber qué hay en el universo, cuál es su pasado, estructura y dinámica. Nuestros antepasados, lejanos -aquellos que construyeron edificaciones como Stonehenge- al igual que de hace no mucho, podían satisfacer tal interés simplemente abriendo los ojos y alzando la cabeza por las noches, sumidos en la oscuridad; sin embargo, en la actualidad nos es más fácil recurrir a documentales, fotografías o escritos, dominios, los dos últimos, en los que aún reinan los libros.

De Galileo al Apollo 11. Y en un año en el que se celebran dos grandes efemérides astronómicas, no podía faltar una nueva oleada de esos libros, habituales, por otra parte, en la producción editorial desde hace mucho tiempo. Me estoy refiriendo a, en primer lugar, el cuarto centenario del momento en el que Galileo Galilei construyó un telescopio y lo dirigió hacia los cielos, viendo allí montañas y cráteres en la Luna (hasta entonces imaginada por los antiguos como una esfera perfecta, sin ningún tipo de irregularidades), cuatro pequeños satélites que orbitaban en torno a Júpiter, manchas en el Sol e innumerables estrellas en la Vía Láctea. Para dar publicidad a sus hallazgos, en 1610 Galileo publicó un libro muy breve, una auténtica joya, Sidereus nuncius (existe versión al castellano: La gaceta sideral); el año anterior -ahora hace, pues, también cuatro siglos-, Kepler publicaba otro texto que conviene recordar, Astronomia nova, donde presentó sus primeras dos leyes del movimiento planetario.

El segundo acontecimiento que celebramos en 2009 es los cuarenta años de la llegada a la Luna (Neil Armstrong y Buzz Aldrin, 20 de julio de 1969). De este último acontecimiento se acaban de publicar dos buenos libros. Uno del editor e historiador Ricardo Artola, La carrera espacial: del Sputnik al Apollo 11, y otro del periodista Dan Parry, Objetivo: la Luna. Más divulgativo y ameno -además de repleto de informaciones de muy diverso tipo-, el de Artola, y más minucioso, el de Parry, ambos sirven bien a la causa de recordar y comprender un acontecimiento que sin duda figurará en los anales de la historia mientras sobreviva nuestra especie.

La misión del Apollo 11 constituyó, efectivamente, un momento singular en la historia de la humanidad, pero vista desde la perspectiva de lo que nos enseñó sobre el universo no fue gran cosa. Pudo satisfacer nuestros deseos de convivir con el riesgo y de viajar más lejos, pero no el de saber más, de adentrarnos realmente en lo desconocido. Sencillamente, nuestra Luna está demasiado cerca. Ahora bien, si hay dominios de la naturaleza que nos pueden sorprender aún hoy, encallecidos como están nuestros espíritus de constantes novedades (reales o aparentes), uno de ellos es sin duda el del cosmos. Para decirlo en dos palabras: no es posible imaginar los objetos, estructura y situaciones que existen en el universo hasta que los descubrimos. Si el viejo Galileo volviese hoy a la vida y le informaran de lo que ahora se sabe de Júpiter y de las cuatro lunas que él descubrió en 1609, sufriría una profunda impresión. Gracias a sondas espaciales como Voyager (I y II) y Galileo sabemos que a Júpiter lo rodean muchas más lunas (63) que las cuatro (Io, Europa, Calixto y Ganímedes, las llamamos ahora, no "planetas Mediceos" como hizo Galileo, buscando el favor de sus patrones, los Medici) que él observó con su humilde telescopio, aunque cierto es que éstas son las más grandes; de hecho, Ganímedes es la mayor luna del sistema solar. Y más aún, aquellos puntos que observó han resultado ser objetos estelares extremadamente interesantes: Io, por ejemplo, está repleta de volcanes que emiten columnas de gases que llegan a alcanzar más de 350 kilómetros de altura, escapando así de su débil campo gravitatorio y envolviendo el sistema joviano en una capa de polvo de azufre, oxígeno y sodio; y Europa está cubierta de una capa de hielo de muchos kilómetros de espesor, bajo la cual acaso existan océanos provistos de vida.

Un universo fascinante. El sistema solar puede parecernos frío, oscuro y tenebroso en su mayor parte (no, claro, las majestuosas y luminosas estrellas), pero la exploración espacial que ha hecho posible el desarrollo tecnológico nos muestra que, muy al contrario, está lleno de variedad y sorpresas, como ayuda a comprender un libro reciente, La vida de los planetas, de Richard Corfield, entre cuyos méritos se encuentra el de haber supervisado las misiones de la NASA, Beagle y Huygens, enviadas a, respectivamente, Marte y Titán. Precisamente de Titán, una luna de Saturno, Corfield explica por qué se envió una sonda a ella. Y es interesante citar lo que dice: "Fuimos a Titán porque parecía ser el mundo más similar a la Tierra primigenia, cuando nuestro planeta estaba inundado de sustancias químicas orgánicas y todavía faltaba mucho para que surgiera el oxígeno

... Las analogías entre Titán y la Tierra primigenia no son perfectas, por descontado; para empezar, Titán es mucho más frío de lo que lo fue la Tierra primigenia, pero, aun así, tiene el potencial suficiente como para servir de comparación con el mundo perdido de nuestro planeta... Titán, como la Tierra y Marte, posee 'canales' producidos por la acción de un líquido en movimiento. Dichos canales, cuya profundidad está comprendida entre 50 y 100 metros, sugieren que verdaderamente cae una lluvia de metano sobre esta lejana e inhóspita luna, el único mundo del sistema solar -además del nuestro- donde se sabe que se producen precipitaciones atmosféricas. Probablemente no hay el suficiente metano atmosférico como para que se produzcan chubascos o se llenen lagos, y tampoco se ha detectado la presencia de grandes océanos de este compuesto, pero no se descarta la posibilidad de que se produzcan monzones de metano, al menos ocasionalmente". En otras palabras: la exploración del cosmos tiene como valor añadido el que servirá para ayudarnos a comprender nuestros propios orígenes.

Sólo con mencionar escenarios cósmicos como los anteriores, nuestros espíritus se animan; además de saber de ellos, de que existen, querríamos verlos, compartir el goce de los científicos que los observan. Afortunadamente, es posible para cualquiera acceder a una parte sustancial de la riqueza y variedad cósmica a través de imágenes y de colores. Por supuesto, ya no se necesitan libros impresos en papel para ello: basta con visitar páginas web como la de la NASA (mis fotografías favoritas allí son las que ha tomado el telescopio espacial Hubble; son impresionantes, por su belleza y por lo que representan). Pero para aquellos (¿cuántos, ay, serán todavía?) que aún disfrutan con un lote de páginas sólidamente encuadernadas, están libros como Luces de estrellas. Los colores de lo invisible, de André Brahic e Isabelle Grenier, profusamente ilustrado y con textos que explican cuestiones del tipo de ¿cómo se captan esas luces situadas a distancias casi inimaginables? o ¿qué significan los diferentes colores que detectan nuestros instrumentos (significan las diferentes longitudes de onda de las radiaciones emitidas)?

Ampliamente ilustrado está también la Historia de la astronomía de Heather Couper y Nigel Henbest, aunque aquí de lo que se trata es, como su título indica, de ofrecer un -relativamente superficial, aunque ameno- repaso a los principales acontecimientos en la historia de la investigación del universo. De hecho, esa historia no desmerece de su objeto (el cosmos), estando poblada de personajes tan fascinantes como, entre muchos otros, Ptolomeo, Copérnico, Brahe, Kepler, Galileo, Newton, Halley, los Herschel, Bessel, Hale, Einstein, Hubble, Hoyle... Incluye este libro, por cierto, un prólogo del gran Arthur Clarke, en el que narra una anécdota digna de ser recordada, que nos muestra lo arriesgado que es predecir imposibilidades cuando se trata de la exploración y conocimiento del cosmos: "En una ocasión, en un famoso (o infame) editorial de The New York Times, se castigaba a Robert Goddard por pensar que un cohete espacial podía funcionar en el vacío, donde 'no había nada contra lo que empujar'. Aunque hubo una disculpa pública en el número especial del 17 de julio de 1967, dedicado a Apollo, para entonces, Goddard llevaba años muerto". Algo más de un siglo antes, el filósofo positivista francés Auguste Comte (1798-1857) ya había cometido el mismo error de subestimar la capacidad humana de superar obstáculos aparentemente insalvables. La cita es célebre: "El ámbito de la filosofía positivista se limita al interior del sistema solar, ya que el estudio del universo es inaccesible desde todo punto de vista positivo... Podemos imaginar la posibilidad de determinar las formas de las estrellas, sus distancias, sus tamaños y movimientos, mientras que no existe el modo de que podamos examinar su composición química, su estructura mineralógica o, en particular, la naturaleza de los organismos que habitan en sus superficies". No mucho después de la muerte de Comte, en 1860-1861, Bunsen y Kirchhoff, aplicando las técnicas espectroscópicas que habían desarrollado, fundaban la astrofísica, que sí permite examinar la composición química de los objetos que se encuentran en el cosmos.

Mucho más sucinto, y desprovisto de su aparato gráfico, que la Historia de la astronomía de Couper y Henbest es un texto de una bienvenida colección (¿Qué Sabemos De?) que ha lanzado hace poco el Consejo Superior de Investigaciones Científicas: Las matemáticas del sistema solar, de Manuel de León, Juan Carlos Marrero y David Martín de Diego. El tema de este libro es la historia de las aportaciones de naturaleza matemática a la comprensión del universo. Habrá a quien le parezca que se trata de un apartado pequeño de la historia de la ciencia del universo. En absoluto. Durante siglos, astronomía y matemáticas se confundieron en parte, y luego, cuando ya era posible discernir claramente entre la física de los movimientos celestes y la ciencia de Euclides, ésta continuó siendo esencial para el avance de aquélla (recordemos los trabajos, mencionados en este libro, de los Kepler, Newton, Laplace, Gauss o Poincaré).

Y puesto que estoy hablando de la colección ¿Qué Sabemos De? y del universo, hay que mencionar otro de los títulos de esta serie: El jardín de las galaxias, del astrónomo español Mariano Moles. Aunque breve, constituye una buena introducción al variado mundo de las galaxias, "unidades" que condensan en sí mismas mucho de la historia pasada, así como del devenir futuro, del universo.

Los pilares del universo: observación y teoría. Observación y teoría constituyen los dos grandes pilares sobre los que toda la ciencia se edifica, pero en ningún otro ámbito se manifiesta mejor tal dualidad que en el estudio del universo. Ya he resaltado la importancia de la observación, pero es tan obligado como justo ensalzar también el papel de la teoría: Hubble, por ejemplo, descubrió -hacia 1929- la expansión del universo, pero fue la teoría de la relatividad general de Einstein (1915) la que permitió entender algo del porqué de semejante hecho. Y digo "algo del porqué", ya que todavía existen cuestiones sin resolver (siempre existen cuestiones sin resolver; ¡qué aburrida sería la vida sin ellas!). De algunas de estas cuestiones trata el texto del cosmólogo de origen ruso instalado en Estados Unidos Alex Vilenkin, Muchos mundos en uno. En realidad, y al igual que muchos otros cosmólogos y astrofísicos, Vilenkin se mueve en un territorio fronterizo, un territorio en el que se hermanan la física de lo grande y de lo pequeño, la de la macroscópica gravitación relativista y la del microcosmos cuántico. Un punto de partida destacado en el tratamiento de Vilenkin es el de la denominada "teoría inflacionaria", propuesta en primer lugar por Alan Guth en 1981 para explicar cómo el universo que nació del gran estallido inicial (Big Bang) hace unos 13.600 millones de años pudo dar origen a un cosmos tan, a grandes rasgos, uniforme como el que vemos. Con semejante base, y ayudado por piezas como la constante cosmológica, el vacío que, de acuerdo con la física de altas energías, no lo es tal, o la posibilidad de que existan muchos universos cuya reunión constituye el verdadero, único, universo, Vilenkin construye una historia -que antes que él otros también trataron- que no deja de tener su atractivo. El atractivo de un universo que nos fascina pero que aún no sabemos explicar de manera completa y satisfactoria.

La gaceta sideral / Conversación con el mensajero sideral. Galileo Galilei y Johannes Kepler. Traducción de Carlos Solís. Alianza. 271 páginas. 8 euros. La carrera espacial: del Sputnik al Apollo 11. Ricardo Artola. Alianza. 272 páginas. 18 euros. Objetivo: la Luna. Dan Parry. Planeta. 450 páginas. 20 euros. La vida de los planetas. Una historia natural del sistema solar. Richard Corfield. Traducción de Isabel Febrián. Paidós. 320 páginas. 25 euros. Luces de estrellas. Los colores de lo invisible. André Brahic e Isabelle Grenier. Traducción de José Miguel González Marcén. Paidós. 288 páginas. 29 euros. Historia de la astronomía. Heather Couper y Nigel Henbest. Traducción de Isabel Febrián. Paidós. 288 páginas. 30 euros. Las matemáticas del sistema solar. Manuel de León, Juan Carlos Marrero y David Martín de Diego. Consejo Superior de Investigaciones Científicas. 120 páginas. 12 euros. El jardín de las galaxias. Mariano Moles. Consejo Superior de Investigaciones Científicas. 96 páginas. 12 euros. Muchos mundos en uno. La búsqueda de otros universos. Alex Vilenkin. Traducción de Amado Diéguez. Alba. 328 páginas. 24 euros. www.nasa.gov/ y www.lanasa.net/ (en español).

Buzz Aldrin, el 20 de julio de 1969, caminando por la Luna.
Buzz Aldrin, el 20 de julio de 1969, caminando por la Luna.NASA

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