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Columna
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El ladrillo domado

Culpa no tiene el ladrillo, ni el tomate tranquilo en su mata, sino la codicia de quienes poseen la capacidad de gobernarlo. Gracias al gremio masón de la albañilería sostenible (ahora todo es sostenible, toca) alcanzamos vertiginosas cumbres de bienestar, que, al desplomarse, nos proporcionó el batacazo que estamos viviendo. El final de una crisis no es volver a un estado anterior, porque sería el cuento de la buena pipa, sino el deseable propósito de encontrar otros caminos y la asunción de las circunstancias que nos hicieron tropezar y caer.

Que nuestro Madrid es un lugar arquitectónicamente caótico lo demuestra cualquier imagen o perspectiva. Se alzan, a intervalos irregulares, grandes moles de cemento, que son rascacielillos en otras latitudes, pero que dan la mareante sensación de un puzle desordenado. Nos pueden producir incluso ternura los grabados de aquel pueblón de vías serpenteantes, en el que se alzaban, como referencias, los templos, centenares, que alzan el globo de sus cúpulas y la saeta de sus cruces al diáfano aire madrileño. Eran una referencia para el recurso a la piedad de quienes renquearon por este valle del Tajo y las lágrimas; y también un pretexto para que la ira incendiaria alzase hogueras de inútil protesta.

Cualquier imagen demuestra que Madrid es un lugar de arquitectura caótica
Esta ciudad tuvo su personalidad, especialmente tras el paso del marqués de Salamanca

Tuvo, empero, esta ciudad nuestra, su personalidad, especialmente después del paso del marqués de Salamanca, al intentar un trasunto de París en una geografía que tiene muchas más de las siete colinas que nos adjudicamos. De un lado, los barrios bajos que llegan hasta el río Manzanares, cruzado su enteco cauce por varios prodigiosos puentes que son poco frecuentados por sus habitantes. La bomba H codorniú que significó el terremoto de la Gran Vía, desfallecido en sus aledaños; grandes parcelas del barrio de Chamberí, frontero con el paseo de la Castellana, donde un transeúnte parsimonioso puede contemplar bellos edificios y hermosos portales, ya clausurados a toda hora desde que se instaló el portero automático.

Y ese tesoro al que concedemos una displicente atención: los árboles que ribetean multitud de calles, presentes, por fortuna, en los nuevos barrios. Y los parques salpicados caprichosamente, el Retiro, mejor disfrutado y entendido por los inmigrantes que se reconocen bajo la sombra universal de los pinos, las acacias, los tilos, el castaño. La hermosura del Jardín Botánico, que es un milagro de supervivencia entre la polución de la ciudad.

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La Casa de Campo, El Pardo, la Colina de los Locos, la Rosaleda, rincones que muchos habitantes desconocen o nunca han pisado, muestran lo grande en extensión que se ha hecho Madrid. Aún recuerdo, de mi niñez, una expedición aventurera, a la Ciudad Lineal, en un tranvía que llamaban la maquinilla, pintado de blanco para distinguirlo de los que amarillentos, que eran mayoría, los rojos, para determinados trayectos y ya, al final, aquellos poderosos artilugios, los 2.000, aerodinámicos y bellos.

Un Madrid lleno de cafés, teatros, mercerías, comercios, se ha sustituido silenciosa y definitivamente. El actual es mejor con sus lacras ocultas, sus trampas que habrían vuelto loco a don Cleofás y al Diablo Cojuelo. Después de los comicios de ayer creo que tocan elecciones municipales y estaría bien que los postulantes se pusieran a pensar qué se puede hacer, cómo y en cuánto tiempo, desde los parques para instalar a los niños hasta la ponderada instalación de terrazas veraniegas.

Lo mejor que le puede ocurrir a una ciudad es que le falten muchas cosas. Y hay tarea más que suficiente. Sugiero que se disimulen, por buen gusto, el aspecto impresionante y aséptico de los muchos hospitales, que pronto superarán a las iglesias. Y que se preserven, en la periferia, los numerosos cementerios que compiten con el del Este, una llanura de osamentas, surgidos cuando los madrileños se morían por racimos de las pasadas epidemias.

Y -¡supremo deseo!- que encuentren la solución al misterio de los baches en las aceras, que parecen excavados por diablillos forasteros, en esa hora en que no hay nadie por las calles. Cuando vuelva el ladrillo, estemos preparados para domarle, da muy buenos resultados en cautividad.

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