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Crítica:ROGER McGUINN | Músico
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La media sonrisa del sabio

De antemano, dos premisas. El caballero de casi 67 años que nos espera sobre el escenario ha dado órdenes de que nadie fume ni se consagre a la cháchara durante su concierto, y así se hace constar en un pasquín que se distribuye junto a cada entrada. Las advertencias no están de más si lo que acontece durante los siguientes 70 minutos pelados, más que un recital al uso, se asemeja a una de esas clases magistrales por las que las autoridades académicas cobran un pastizal.

De negro riguroso de pies a cabeza (sombrero incluido), sentado durante todo el concierto y con una amplificación raquítica, el hombre de la perilla y las gafitas metálicas más parece un profesor emérito que una vieja estrella del rock. Y sin embargo, Roger McGuinn resulta ser un tipo más afable de lo que podrían dictar las apariencias. Explicó en tono casi pedagógico cómo al folk de Pete Seeger le subió la velocidad "con un toque beatle", la incomprensión que generaban sus primeras actuaciones en el Greenwich Village neoyorquino, el encuentro seminal con Gene Clark o cómo el propio Bob Dylan no reconoció All I really want to do la primera vez que se la escuchó a los Byrds. Ni se molesta en preparar el repertorio. Es la ventaja de contar con cuatro décadas y media de bagaje. Ha perdido voz desde la primera vez que interpretó Mr. Tambourine man, pero aún hoy toda una generación de trovadores suspira por ese timbre frágil y melifluo, tan deliciosamente vulnerable. Escuchen a Fleet Foxes, Sam Bean (Iron & Wine), Justin Vernon (Bon Iver), J Tillman o Peter Broderick. No sólo podrían ser sus hijos; además, lo desearían con fervor.

ROGER MCGUINN

Voz, guitarra acústica y eléctrica.

Joy Eslava. Madrid, 5 de junio.

25 euros. 300 personas

A media voz, sin banda de acompañamiento y con el amplificador bajo mínimos, el de Chicago supo mantener al público con la respiración en vilo, pendiente de cada fraseo en su mítica Rickenbacker de 12 cuerdas. Sonaban The ballad of Easy Rider o I feel a whole lot better y la platea se encargaba de la segunda voz como si llevara toda la tarde ensayándolo. A McGuinn no dejaba de escapársele una media sonrisa entre guasona y complacida. La media sonrisa del sabio que se sabe depositario de un tesoro abrumador para la historia del siglo XX.

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