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Columna
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El ocaso de los dioses

Allá por el año 2000, Carlos Iturgaiz tuvo su minuto de gloria cuando denunció en sede parlamentaria que éste era el único país en el que en lugar del Gobierno y sus aliados eran los miembros de la oposición quienes necesitaban ir rodeados de escoltas. El hecho era elocuente, pero la resonancia de aquellas palabras no sirvió para que quienes entonces nos gobernaban se replantearan su orientación política tras el examen de conciencia requerido por aquella imagen brutal. Si lo demoníaco ha tenido cabida entre nosotros, era en esa imagen donde teníamos que haber visto la señal de su rostro, y quizá hubiéramos evitado sus efectos, esos que han hecho de nosotros una sociedad sui generis. Habríamos evitado, por ejemplo, convertir las palabras en coartadas, en un ejercicio que iba más allá del tartufismo moral, al encerrarlas en el dominio exclusivo de la conciencia, un dominio autónomo que nada tenía que ver con los hechos. Recluidas en el ámbito de la intención -proclamas, declaraciones e ideales- y absolutamente disociadas de unos hechos en los que no hallaban reflejo, se erigían en manifestación de una quiebra de la razón, anulada en esa estéril letanía que nacía para no ser operativa. La disociación entre conciencia y praxis, que conlleva una esterilización de la conciencia, es lo demoníaco. A las palabras de Iturgaiz no les bastaba como respuesta una jaculatoria del tipo "pedimos a ETA que deje de hacer barbaridades y de ser el mayor enemigo de este pueblo". Aquellas palabras exigían un cambio de estrategia y un cambio de alianzas. Fue lo que no se hizo.

Años después, los damnificados de entonces van a acceder al Gobierno, circunstancia que es utilizada por algunos, con escasa agudeza, para subrayar nuestra especificidad, nuestra diferencia. Que PSE y PP puedan llegar a un acuerdo sería una prueba de que esto es otra cosa. "El nacionalismo" -escribió Nietzsche-, "y nadie debe engañarse, no es sino una forma particular del exotismo". Y tampoco debemos engañarnos nosotros, ya que nuestro exotismo donde hay que buscarlo es en aquella denuncia de Itugaiz. Cuando las palabras se refugiaron en la conciencia desentendiéndose de los hechos, hubo en quienes hallaron allí su lugar natural, porque en lugar de servirles como coartada moral se elevaron como expresión de su suplicio. Palabras y hechos no se disociaron en su caso y quizá sea de ellos de quienes podamos esperar la superación de la quiebra de la razón. Por de pronto, parece que va a ser nuestro Gobierno el que va a necesitar escoltas y no la oposición. A ésta se le ve muy entretenida con los espectáculos musicales, entre los que prefiere, al parecer, el Götterdämmerung wagneriano (El ocaso de los dioses) a la zarzuela española, a la que no han sido ajenos los compositores vascos. Ya Nietzsche, un wagneriano desengañado, escribió un Götzendämmerung u Ocaso de los ídolos. A ver si es verdad.

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