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Columna
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Mentiras

Desde un prisma moral, la mentira nos indigna y nos parece una mala moneda de pago con que responder al amor o la generosidad de los otros. Desde un punto de vista vivencial, quizá es otra cosa. He conocido embusteros redomados, verdaderos toxicómanos de lo falso que, como todo adicto de calado, mantenían una relación ambivalente de amor y odio hacia su dependencia. Si uno les reprochaba el distorsionar la realidad a su antojo, con el fin de obtener un provecho, de fantasear o de quedarse más tranquilos, primero se rebelaban para acabar cayendo en el estado de abatimiento del pecador que se reconoce abrumado por su culpa; luego seguían el breve episodio del propósito de enmienda, de las promesas repetidas, antes de que el fango de lo ficticio volviera a abrirse bajo sus pies. Durante meses, mi novia M. me deslumbró con anécdotas de sus viajes por rincones asombrosos del planeta, con detalles de libros que yo sólo conocía por los catálogos de las bibliotecas, con pormenores de su biografía que la acercaban a una de esas jóvenes cultas y sensibles, tan capaces en cuestión de dotes como de sanas aspiraciones, que pueblan las novelas de la Austen o las hermanas Bronte. Con el tiempo, más temprano que tarde, acabé por enterarme de que todo era fachada: de que se había construido el pasado sobre un plano trazado previamente con tiralíneas y distribuido las habitaciones siguiendo el criterio más decorativo. Al cerciorarme de que no sabía tocar el piano, de que en su vida había puesto un pie en el África profunda y de que por supuesto sus ojos jamás se habían posado sobre una leve línea de El hombre sin atributos, sentí menos pesar o indignación que envidia: no todo el mundo dispone de talento para edificarse su propia vida. Conseguir hacerlo sin que además aparezcan grietas o el techo se venga abajo es ya otro cantar, fuera del alcance hasta del mismísmo Tom Ripley.

La mentira es enemigo declarado de las mentes higiénicas y destino de multitud de tratados de ética y de buenas maneras redactados por prohombres de nuestro pasado. A la vez, constituye uno de los pecados que más compasión, simpatía o curiosidad despiertan entre quienes se asoman a observarlo, seguramente porque exige un cierto tipo de destreza que no se halla al alcance de todos: existen virtuosos, orfebres de la mentira, como de la traición o del vicio. Hace cosa de un par de años, la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla dedicó un esclarecedor seminario a la cuestión titulado Lingua obscura, a cargo de los profesores José Javier Martos y Leonarda Traspassa. El enfoque que eligieron para abordar esa cosa tan fea (como la definía mamá) fue eminentemente retórico, con ramificaciones en ámbitos diversos como la lingüística, la teoría de la comunicación y la estética. Ahora las conclusiones de dicha investigación, junto con algunos añadidos, han sido publicadas en libro por la editorial Anthropos bajo el lema Los recursos de la mentira. Es interesante constatar que la mentira suscita debates entre las disciplinas consagradas al idioma, o a la expresión del pensamiento, antes que en las cátedras de deontología (si las hay). Una de las mayores aportaciones de la cultura, en una enorme variedad de aspectos y matices, es el embuste, o la falsedad, que cuando se vuelve honorable suele recibir el nombre de ficción. Sabemos que después de presenciar la representación de Tespis, el primer actor de la historia, el arconte Solón le llamó a palacio y le preguntó cómo podía incurrir en una conducta tan deplorable: se había hecho pasar por Dionisos delante de la entera ciudad de Atenas confundiendo a sus vecinos. Si llega a enterarse de que algún día los de la misma condición de Tespis recibirían galardones y se convertirían en millonarios por ejercer su oficio de canallas, igual habría preferido tragarse la lengua.

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