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Reportaje:EN PORTADA

El 'crash' de Zelda y Scott

Guillermo Altares

Fueron los símbolos máximos de una época en la que pareció que todo era posible, una era que respiraba alcohol prohibido y foxtrot, en la que se empezó a forjar nuestra libertad, un tiempo de felicidad artificial entre el horror de la Primera Guerra Mundial y la barbarie de la Segunda en la que el mundo creyó que podría conseguirlo. Y también encarnaron el crash del 29, cuando el espejismo se rompió en mil pedazos y el mundo se precipitó al vacío. Pero Zelda Sayre (1900-1948) y Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), Scott y Zelda, son mucho más que eso, más que la Generación Perdida; representan el mito de la pasión y del desamor, de la literatura que se funde con la vida, simbolizan el éxito y la tragedia, la decadencia y la caída, el alcoholismo y la locura. Y demuestran, como Rimbaud o como Salinger, que la literatura necesita leyendas.

Representan el mito de la literatura que se funde con la vida. Demuestran, como Rimbaud, que la literatura necesita leyendas
Leroy: "Son modernos en muchos planos, incluso en el plano moral. En su forma de romper las convenciones, de quererse"
Leroy: "Lo que encuentro terrible y a la vez apasionante en ellos es la rivalidad que acaba de convertirse en un infierno"
Zelda: "Dicen que la locura nos separó. Es justo lo contrario: nuestra locura nos unía. Es la lucidez la que nos separa"
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El genio, el dinero y la decadencia

Ernest Hemingway, fundamental a la hora de crear el mito, aunque fue profundamente injusto con Zelda, escribe al final de París era una fiesta: "Muchos años después, en el bar del Ritz, Georges, que ahora es el jefe del bar y que era un botones cuando Scott vivía en París, me preguntó: 'Papá, ¿quién era ese m onsieur Fitzgerald sobre quien todo el mundo pregunta?". Todavía muchos años más tarde, en otro siglo, en otra era, en otro espejismo seguido de otro crash, seguimos preguntando por Scott y Zelda en las barras de los bares de nuestra imaginación.

"Cuando empecé a escribir este libro no sabía que iban a volver los Fitzgerald y con ellos los años veinte y treinta", señala el autor francés Gilles Leroy, cuya novela Alabama Song (RBA), ganadora del Goncourt en 2007, reconstruye la vida de Zelda en primera persona. Pero este libro, que acaba de ser editado en castellano, no es el único indicio del regreso de la pareja. En febrero se estrenará El curioso caso de Benjamin Button, un filme de David Fincher, protagonizado por Brad Pitt y Cate Blanchett, basado en el cuento del mismo título, que Lumen reeditó a finales de 2008 dentro de una recopilación y Navona acaba de sacar en otra. Además, se están preparando versiones cinematográficas de Hermosos y malditos, protagonizada por Keira Knightley (que es hermosa, pero no maldita), y de El gran Gatsby, dirigida por Baz Luhrmann, el barroco realizador de Moulin Rouge y Australia.

"Tenía muchas ganas de hablar de Zelda, también tenía ganas de hablar de esa época. Los Fitzgerald eran una pareja de ensueño. Es verdad que la crisis se parece a lo que contaron en sus libros, pero lo que no siento es la gran explosión de creatividad que marcó los años veinte, cuando se forjó una nueva pintura, una nueva literatura, se cimentó el lenguaje del cine... Ahora tenemos la crisis; pero no la explosión creadora", prosigue Leroy en una entrevista telefónica. "Se parecen mucho en su forma de utilizar los medios de comunicación a las celebridades actuales, en un momento en que esos medios de masas empiezan a surgir. Su utilización de la celebridad es un poco cínica, pero son modernos en muchos planos, incluso en el plano moral. En su forma de romper las convenciones, de quererse, de enfrentarse a la sociedad, porque estamos hablando de la época anterior a Mayo del 68. Lo que atrae de esta pareja es la precocidad, la velocidad y su capacidad para consumir lo que llegaron a tener: felicidad, éxito, dinero".

La obra de Zelda se ha ido apagando y olvidando con el tiempo. Sus cuentos, su novela (Save me the waltz, "resérvame este baile"), sus artículos, su obra de teatro, sus pinturas tienen momentos brillantes, pero no han pasado el examen del tiempo (su personaje sí). Sin embargo, la obra de Scott no para de crecer, de engarzarse con nuestros días y nuestros sueños. Junto a Alabama Song, RBA va a reeditar un libro que reúne cuentos de ambos, Pizcas de paraíso. Algunos aparecieron firmados por Scott, aunque en realidad son obra de Zelda o de los dos. Los relatos de ella tienen momentos brillantes -"lo primero que llamaba la atención de Gay era su forma de comportarse, como si estuviera disfrazada de sí misma"-, metáforas evocadoras -"sus fortunas se levantaron sobre la insaciabilidad de los cazadores de leones de París" o "anduve con ellos bajo las sombras goteantes de la noche parisina, malva y cuarzo rosado bajo las farolas"-; pero les falta algo, el salto a la genialidad que rezuma en la obra de Scott. "La parrilla del Brix en París es uno de esos lugares en los que ocurren cosas -como el primer banco de la entrada sur de Central Park o Herrin, en Illinois-. Allí he visto romperse matrimonios por una frase irreflexiva e intercambios de bofetadas entre una bailarina profesional y un barón inglés y sé personalmente de al menos dos asesinatos que se hubieran cometido allí, si no fuera porque era julio y no había sitio. Incluso los asesinatos requieren cierto espacio y en julio no hay un sitio libre en la parrilla del Brix", es el arranque, difícilmente superable, de 'Un penique gastado', un cuento poco conocido de Scott que, como una parte importante de su obra, transcurre entre extranjeros en Europa.

A su muerte, Zelda escribió: "No existe que yo sepa ninguna personalidad divorciada de su tiempo. La contribución esencial de Scott es haber conseguido dramatizar la desesperanza y la pena de una época, y haber logrado, gracias a un valor trágico, una nueva razón de ser". En su necrológica, The New York Times ya hablaba de él como escritor pero también como mito. "La vida y la obra de Fitzgerald encarnaron a 'todos los jóvenes tristes' de la generación de la posguerra

[Estados Unidos todavía no había entrado en la Segunda Guerra Mundial]. Con la habilidad de un reportero y el talento de un artista, capturó la esencia de un periodo en el que las flappers [las chicas de los años veinte que Zelda encarnó] y la ginebra, los 'hermosos y malditos' fueron los máximos símbolos de una era sin preocupaciones". Pero esta inmensidad de la leyenda es también su kriptonita. "Los Fitzgerald eran figuras fantasmales que surgían de una era que había desaparecido, pero su impacto en la imaginación de Estados Unidos se ha mantenido", escribe Nancy Milford en Zelda. A biography, publicada por primera vez en 1970 y que, además de convertirse en un best seller y de ser finalista del Pulitzer, rescató la figura de Zelda de la larga sombra de Scott.

"El éxito del mito ha devaluado la estatura del hombre y desvalorizado la obra. F. Scott Fitzgerald creó sus propias leyendas. Su vida domina su obra. Se convirtió en un arquetipo o más bien en un conjunto de arquetipos que se pisan los unos a los otros. Es el escritor alcohólico, el novelista arruinado, el genio derrochado, la encarnación de la Era del Jazz, una víctima sacrificada en el altar de la depresión", afirmó Matthew J. Bruccoli, el mayor estudioso de la obra de Scott y Zelda, fallecido el año pasado ("quiere tanto a sus autores que si encontrara todas sus facturas de la tienda de ultramarinos creo que las publicaría", dijo sobre él la única hija de la pareja, Frances Scott Scottie Fitzgerald (1921-1986), que también se empleó a fondo para tratar de iluminar los rincones que se esconden detrás del mito).

Basta, de nuevo, con un párrafo, en este caso de 'Ecos de la Era del Jazz' (recogido en El Crack-Up), escrito en noviembre de 1931, para comprobar como la voz de Scott Fitzgerald resurge desde el crash y desde las ruidosas orquestas para hablarnos de nuestro tiempo. "Ahora tenemos apretado el cinturón una vez más y ponemos la expresión de horror adecuada cuando volvemos la vista hacia nuestra desperdiciada juventud. A veces, sin embargo, hay un rumor fantasmal entre los tambores, un susurro asmático en los trombones que me devuelve a los primeros años veinte, cuando bebíamos alcohol de madera y cada día, en todos los aspectos, nos hacíamos mejores y mejores, y hubo un primer intento abortado de acortar las faldas y las chicas parecían todas iguales con sus vestidos suéter y personas que uno no quería conocer cantaban: 'Yes, we have no bananas', y parecía sólo una cuestión de unos pocos años que la gente se hiciera a un lado y dejara que el mundo lo manejaran quienes veían las cosas como eran -y todo eso nos parece rosado y romántico, a nosotros, que entonces éramos jóvenes- porque no sentiremos tan intensamente lo que nos rodea nunca más".

¿Cuál es la realidad que se esconde detrás de la leyenda? ¿Quiénes fueron de verdad Scott y Zelda? Llegaron a ser tan famosos que existen cientos de documentos, una parte importante de ellos recopilados en el precioso volumen ilustrado The romantic egoists, coordinado por el omnipresente Bruccoli (también le debemos la edición de las obras completas de Zelda y de Pizcas de paraíso, una gruesa biografía de Scott y decenas y decenas de artículos) y por Scottie y editado por la Universidad de Carolina del Sur. Pero, hasta la irrupción de Nancy Milford, Zelda fue una gran desconocida, a la que Hemingway acusaba prácticamente de arrastrar con su locura a Scott hacia el alcohol.

"Zelda respondía a la tipología de la niña traviesa que pululaba por la literatura infantil de principios de siglo: una chica atractiva pero indómita, que mostraba todos los indicios de rebeldía ante las convenciones del tradicional papel femenino", escribe la crítica Kyra Stromberg en Zelda y Francis Scott Fitzgerald (Muchnik Editores, 2001). Nancy Milford arrancó a un compañero de escuela, en una reunión de antiguos alumnos a la que asistió, una definición que resumía su belleza, su fuerza y su atractivo: "Zelda era una kingmaker", una hacedora de reyes.

Zelda pertenecía a una buena familia de Montgomery, la capital de Alabama, y nació cuando la Guerra Civil (1861-1865) era todavía un recuerdo cercano en esta aletargada ciudad del Viejo Sur, donde estuvo brevemente la capital de la Confederación. De hecho, el único museo dedicado a la pareja se encuentra en el mismo barrio de la familia Sayre, una zona elegante, de mansiones sureñas, olor a magnolias y un cielo que, como describe Gilles Leroy, es "tan azul y tan triste que explica perfectamente por qué el blues se llama blues". El museo, en el 919 de Felder Avenue, está en un piso en una casa de ladrillo rojo mucho más anodina que otras mansiones que parecen sacadas de Lo que el viento se llevó, en la que la pareja vivió unos meses entre 1931 y 1932. "A este lado del paraíso. El único museo del mundo dedicado a Scott y Zelda. Pertenecen al mundo", puede leerse en un cartel cerca de la entrada. Es un barrio plácido, que dormita bajo el calor intenso del Viejo Sur, la temperatura de la historia y del aburrimiento, y es una de las pocas zonas agradables de Montgomery (la ciudad en la que, por otra parte, comenzó el movimiento por los derechos civiles en los cincuenta).

Fitzgerald, un joven católico de provincias, nacido en Minnesota; aunque estudió en la patricia universidad de Princeton, de origen irlandés, guapo y elegante, aunque un poco enclenque, conoció a la bella Zelda en el verano de 1918, cuando estaba en el Ejército, en Camp Sheridan, cerca de Montgomery. Fue un encuentro digno de novela rosa, que parece sacado de uno de los grandes cuentos de Scott, 'La última belleza sureña'. "Mientras bailaban en la pista, los tres músicos de la orquesta tocaban Cuando te hayas ido de una manera imperfecta y conmovedora, que me parece estar oyendo ahora mismo, como si de cada compás brotara un precioso minuto de aquel tiempo. A mi alrededor se fraguaban sin cesar parejas de organdí y verde oliva. Era una época de juventud y de guerra y nunca hubo tanto amor como entonces".

Fue un noviazgo complicado. Se casaron el 3 de abril de 1920 en Nueva York, apenas una semana después de que Scott hubiese publicado su primera novela, A este lado del paraíso, que se convirtió rápidamente en un gran éxito. Se bebieron todo Manhattan y alrededores ("Nueva York tenía toda la iridiscencia del comienzo del mundo", escribe Scott en El Crack-Up). En 1921, viajan por primera vez a Europa mientras su fama va creciendo y Scott comienza a ganar mucho dinero con sus cuentos. En 1925, publica El gran Gatsby, lo más parecido que existe a la mítica Gran Novela Americana, y conoce a Ernest Hemingway en París. "Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo en que él no se entendía a sí mismo como no entiende a la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo", escribió el autor de El viejo y el mar.

Sin embargo, como describieron Zelda en Save the waltz y Scott en Suave es la noche, detrás de esta fachada comenzaba a fraguarse la tragedia. Nancy Milford cree que una infidelidad de Zelda con un aviador francés, en el verano de 1924, "había roto la confianza entre ellos en su matrimonio". Leroy, que describe con todo el dolor de Zelda aquel verano en su Alabama Song, cree que la auténtica ruptura fue mucho más profunda y tardó mucho más en fraguarse.

"Muchos lectores, y sobre todo lectoras, enamorados de Fitzgerald han chocado con el libro porque dicen que ofrece una visión demasiado crítica de Scott. Primero, creo que hay mucha gente que confunde a Robert Redford en la versión cinematográfica de El gran Gatsby con el propio autor. Y luego, yo no he inventado nada: son cosas que ocurrieron, es lo que hizo. Fue un hombre, un ser humano", señala el novelista francés, quien cree que la clave del final está precisamente en que ella publicase Save me the waltz antes de que él terminase su novela sobre el mismo tema, Suave es la noche. "Una de las cosas apasionantes de Zelda es que ninguno de los testimonios que hay sobre ella concuerda, cada uno veía a una persona diferente. Lo que encuentro terrible y a la vez apasionante es la rivalidad que acaba por convertirse en un infierno. Zelda es un personaje muy complejo, que trata de escribir, de bailar, pero que luego rechaza el contrato más importante de su vida, que pinta, que luego destruye una parte de su obra, su conducta parece que le lleva voluntariamente hacia el fracaso. Hay muchos elementos que dan la impresión de que ella no quiso triunfar, realizarse".

En 1930, Zelda comenzó su largo viaje hacia la noche de la locura con su primer ingreso en un psiquiátrico. El resto de su vida se convertiría en una larga sucesión de entradas y salidas, aunque siguió escribiendo, pintando. La larga tragedia de los años treinta acabó con Fitzgerald muriendo en 1940 de un ataque al corazón en el apartamento de su pareja, la periodista Sheila Graham, en Hollywood. "Dicen que la locura nos separó. Es justo lo contrario: nuestra locura nos unía. Es la lucidez la que nos separa", señala el personaje de Zelda en Alabama Song. En 1948, un fuego en el psiquiátrico de Asheville (Carolina del Norte), donde estaba ingresada, acaba con la vida de la última Belleza del Sur. Hasta 1975 no serían enterrados en la misma tumba, en Rockville (Maryland). Su epitafio es el final de El gran Gatsby: "Y así seguimos adelante, botes contra la corriente, empujados incesantemente hacia el pasado". También podría haber sido la primera frase de El Crack-Up -"toda vida es un proceso de demolición"- o, por qué no, la última de 'Éxito prematuro', otro artículo autobiográfico que publicó en Squire en 1937: "Nunca he vuelto a ser como durante aquel periodo tan breve en el que él y yo fuimos la misma persona, en que el futuro realizado y el pasado anhelante se fundían en un sólo momento esplendoroso: en que la vida era literalmente un sueño".

Porque al final quedan las palabras de Scott y Zelda, sus sombras, y la triste esperanza de que hubo un momento, en algún rincón perdido de los años veinte, en que la vida fue un sueño. "Piensa en cuánto me quieres. No te voy a pedir que me quieras siempre como ahora, pero sí te pido que lo recuerdes. Pase lo que pase siempre quedará en mí algo de lo que soy esta noche", dice el personaje de Nicole en la más triste de las novelas de Scott, Suave es la noche, en una certera definición de lo que representa un verdadero amor: algo que, ocurra lo que ocurra, se queda con nosotros para siempre. Podemos decir algo parecido de los grandes escritores y de sus leyendas. Tras pasar por la vida y por la obra de Scott y Zelda, siempre quedará algo de ellos en nosotros.

Gilles Leroy. Alabama Song. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia. RBA. Barcelona, 2009. 192 páginas. 18 euros. Francis Scott Fitzgerald. Benjamin Button y otros cuentos. Lumen. Barcelona, 2008. 272 páginas. 18,90 euros. Los mejores cuentos de Francis Scott Fitzgerald. Traducción de Vicente Campos y Gemma Martínez. Navona. Barcelona, 2009 (sale en febrero). Zelda y Scott Fitzgerald. Pizcas de paraíso. RBA. Barcelona 2008 (sale en febrero).

Zelda Sayre, en una fotografía de los años veinte.
Zelda Sayre, en una fotografía de los años veinte.

Bibliografía

Francis Scott Fitzgerald ha tenido mucha suerte con las traducciones al castellano. Zelda no ha tenido suerte ni con las traducciones ni con las ediciones, ya que casi toda su obra permanece inédita, salvo los cuentos de Pizcas de paraíso y su correspondencia -Querido Scott, querida Zelda (Lumen) o Cartas de amor y de guerra (Mondadori).

Sin embargo, muchas de las ediciones castellanas de la obra de Scott son un auténtico lujo. Juan Benet sólo tradujo un libro en su vida, A este lado del paraíso (Alianza); Justo Navarro hizo para Alfaguara una insuperable recopilación y traducción de sus cuentos en dos tomos; Mariano Antolín Rato ha traducido El Crack-Up y La historia de Patt Hobby (Anagrama), mientras que Enrique Murillo hizo una versión El crucero de la chatarra rodante para la misma editorial. José Luis López Muñoz ha traducido El gran Gatsby y Hermosos y malditos.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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