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Columna
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Dinero público

Uno de los dilemas que plantea la actual crisis económica es la utilización de dinero público para solventar los problemas de bancos privados. Lo paradójico es que, a la vista de ciertos comentarios, parece que el dinero público siempre ha estado custodiado en un sagrario incólume, intacto, a salvo de carroñeros, y que sólo ahora va a dedicarse a un fin inmoral. Pero el dispendio del dinero público no ha empezado con la crisis bancaria. Hace más de 150 años, el bayonés Frédéric Bastiat predijo que el Estado se iba a convertir en una gran ficción, a través de la cual todo el mundo intentaría vivir a costa de los demás.

La crisis actual, en que los promotores inmobiliarios piden suspender las leyes del mercado y los banqueros cubren sus deudas con el dinero de todos, sólo demuestra una cosa: que esos empresarios, cuando vienen mal dadas, quieren aprovecharse del dinero público con la misma avidez con que lo hacen otros empresarios (los del sector primario, por ejemplo) o cualquier grupo corporativo o sindical. La presunción de que el liberalismo entra en contradicción si los empresarios acuden al socorro público se fundamenta en una confusión de género: ni los empresarios son liberales ni los liberales son empresarios. Los empresarios buscan monopolios y mercados cautivos. Como todo grupo de presión, intentan afianzar sus privilegios. Detestan la competencia de empresarios más eficientes, del mismo modo que la masa laboral intenta anular a los mejores trabajadores mediante un cruel e injusto igualitarismo. Para evitarse el enojo de competir, el empresario utiliza una de estas estrategias: o consigue que el poder público impida la llegada de nuevos empresarios o llega a acuerdos con éstos para constituir oligopolios. Los empresarios deploran la libre competencia porque no les facilita la vida: la libre competencia sólo facilita la vida (en todos los sentidos) a los consumidores.

El poder público no está para salvar de la quema a ejecutivos sobrevalorados ni a inversores negligentes

Pero si el dinero público está a merced de toda clase de intereses sindicados, más asombrosa resulta la ineptitud con que los accionistas de las empresas financieras desconocen qué hacen sus ejecutivos con el dinero que les han confiado. Si debemos resignarnos a que el dinero público auxilie a los bancos, que sea para proteger a los depositantes (una vez más, consumidores), pero no a esos incompetentes que sólo trabajaron con ahínco el día en que negociaban sus contratos blindados. Los propietarios de compañías mal gestionadas deberían soportar su propia ruina. Si en las finanzas el gestor se mueve en una absoluta irresponsabilidad ante el accionariado, debe ser ese accionariado el que cargue con las consecuencias; y el poder público velar para que el dinero público garantice el funcionamiento del sistema, pero no para salvar de la quema a ejecutivos sobrevalorados ni a inversores negligentes.

Por cierto, una de las raíces de la crisis pasa por la generalización en Estados Unidos de una aberración financiera que hasta ayer mismo defenderían con ardor almas piadosas y solidarias: prestar dinero a insolventes. Las demagógicas leyes norteamericanas de Reinversión Comunitaria (que impulsan la concesión de créditos hipotecarios a "minorías excluidas") han llevado a que instituciones semipúblicas como Fannie Mae y Freddie Mac otorgaran a destajo préstamos inasumibles en condiciones normales (es decir, de mercado), mientras que los bancos centrales, entidades públicas, mantenían el precio oficial del dinero en niveles subterráneos. Y es que, también en el mundo de las finanzas, no es "neoliberal" todo lo que reluce, aunque la propaganda dicte lo contrario.

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