Divina falsificación
La "pulsión de dominio" -el deseo de vencer y prevalecer sobre los otros, que hace de la guerra algo muy diferente de ese "medio" más o menos discutible en que por milenios ha querido convertirla el discurso político- hunde sus raíces en la prehistoria mítica de la especie. Desde hace muchos años y entre otros quehaceres, la mirada teórica de Rafael Sánchez Ferlosio se aplica, con perspicacia de genealogista nietzscheano, a investigar el camino por el cual esa vieja -pero siempre renaciente- pasión bélica dejó de conformarse con la simple coacción de hecho, es decir, con la "satisfacción" de pisar la cerviz del derrotado, para dar a luz, al decir de Max Weber, su invención más abyecta: la de un presunto derecho a dominar nacido milagrosamente de los hechos, que convertiría por arte de magia la facticidad en validez. Esta operación no puede cumplirse con la mera violencia de las armas; necesita desdoblarse en la violencia de un discurso que disfraza el inconfesable origen de todas las "legitimidades históricas" recubriendo con las cadenas de un supuesto "destino" la contingencia de los sucesos humanos, para otorgar a los más fuertes no solamente el cetro y el poder, sino también la razón, la verdad y la justicia. Que este discurso sea una "ficción interesada" no aminora un ápice su siniestra penetración en el ánimo de los hombres, puesto que se ha convertido simplemente en el relato de la historia, y ha sustituido el curso del acaecer por una narración que transmuta en episodios dotados de sentido lo que sólo es "la cabalgada de la dominación".
God & Gun. Apuntes de polemología
Rafael Sánchez Ferlosio
Destino. Barcelona, 2008
325 páginas. 19,50 euros
El papel que los dioses han desempeñado en tal relato como justificadores de semejante maniobra de falsificación es objeto principal de este ensayo, pues sólo mediante su esclarecimiento puede plantearse la cuestión que su autor considera como una de las más cruciales de la polemología, a saber, la génesis de ese tipo de guerra "universal" y "escatológica" que es hoy, para nosotros, el elemento indiscutible de la llamada "escena internacional". Esta disciplina aún incipiente nos enseña que los dioses han oficiado, durante largo tiempo, como jueces y garantes de los conflictos armados. La ominosa expresión "el veredicto de las armas" (que ya da cuenta por sí sola del poder que se reconoce a la guerra para producir verdad) significó durante siglos la esencia de la "guerra entre partes": aquel conflicto en donde los contendientes se reconocen mutuamente el derecho a combatir por su causa, se obligan al cumplimiento de ciertas reglas formales de piedad (como el no ensañamiento con los perdedores), y se comprometen a respetar el resultado del cual dios mismo es fiador. Pero ya desde los escritos de Polibio, y luego mediante la interpretación que el estoicismo tardío sirvió en bandeja al Imperio Romano para legitimar su hegemonía militar, los conflictos entre partes comenzaron a observarse como "enredos particulares" o "daños colaterales" que deben quedar postergados en beneficio del plan general de una Historia Universal gobernada por la Providencia divina, del mismo modo que los episodios de un relato de ficción quedan subordinados al plan global de la trama y los personajes secundarios al protagonista. Primero el progresivo desplazamiento sufrido por la expresión "guerra justa", que en principio designaba únicamente la sumisión de los combatientes a esas reglas formales de piedad recién mentadas, y que poco a poco vino a referirse a la justicia misma del "objeto" de la guerra, es decir, de la Causa enarbolada por los ejércitos; y después la elaboración judeocristiana de la figura de un dios Único y de unas instituciones capaces de dictar desde su autoridad la Única doctrina verdadera (lo que profundiza la confusión de la verdad y la justicia con el poder y sus diferentes brazos armados), desembocan en un tipo de guerra en la cual Dios deja de ser garantía del resultado para convertirse, como Aliado, en garantía de la victoria: la victoria última y definitiva sobre el mal absoluto representado por los enemigos, frente a los cuales desaparece así toda limitación formal, puesto que ninguna consideración de justicia o de conocimiento puede ponerse por encima del triunfo terminante del Bien. La filosofía de la historia de Hegel, que "seculariza" la Historia Sagrada como Historia Universal de la Humanidad, no habría venido sino a sancionar filosóficamente una situación que, por así decirlo, ya era de hecho "hegeliana", y que desde entonces no ha hecho más que confirmarse mediante la promoción de una "guerra santa" que niega al enemigo la humanidad en nombre de la cual combate.
Y no son en absoluto marginales las páginas de este ensayo que, retomando un aliento que procede de Las semanas del jardín, nos recuerdan el modo de producción de la temporalidad histórica: la sistemática destrucción de los bienes (aquellos que podrían remediar las carencias de la vida y en los que se cifra la felicidad de los mortales) para hacer de ellos valores, es decir, trofeos de guerra con los que los hombres sueñan con enjugar su pérdida cuando reclaman un "sentido" que compense ese sacrificio. El progresivo privilegio alcanzado por la economía como "motor" de la historia y el consiguiente desprestigio de la "historia de las batallitas" ha oscurecido a nuestros ojos el significado originario del "valor de cambio" (que no es primordialmente mercantil, sino polémico) y ha privado a la historiografía de uno de sus pocos recursos para percibir la injusticia y la mentira de la que emanan sus "datos".
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