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65ª Mostra de Venecia
Columna
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Excéntrico Kitano, insufrible Kiarostami

Por un momento creí haberme equivocado de sala al constatar que sólo había media entrada para ver Shirin, la última película experimento o lo que diablos pretenda ser que ha dirigido el venerado Abbas Kiarostami, el artista iraní por cuya presencia suspiran ancestralmente los organizadores y el público de los festivales de cine. No podía comprender las razones de esa trágica deserción, que los siempre fascinados feligreses le hubieran dado tan despectivamente la espalda a su dios, que las fidelidades eternas acaben siendo tan vulnerables a la traición. Pero lo más doloroso estaba por llegar. Fue el incesante desfile de gente abandonando el cine en medio de la proyección.

¿A qué se debe la irreverencia de los eternos acólitos ante su sagrado gurú, hacia el autor de tanta propuesta radical en su cine como aseguran los cursis de vanguardia? Lo ignoro. Sólo puedo hablar de mi propia experiencia con un autor que casi siempre me ha aburrido mortalmente. Y la que atravieso con Shirin es heavy. Durante 92 minutos nos muestra en primer plano el rostro de variadas mujeres que están viendo una película o una obra de teatro, ya que los espectadores estamos todo el rato fuera de campo. Y estas mujeres muestran expectación, tensión, alegría, lágrimas. No ocurre nada más. Confieso que me dan igual sus estados de ánimo ante lo que están viendo y oyendo. Para colmo de desventuras, el subtitulado desaparecía a veces, con lo que tampoco nos enterábamos de lo que les provocaba tanta emoción a las damas, ya que en la Mostra deben de ser muy pocos los que hablan el idioma farsi. No me pregunten por el final. Yo también me largué a la mitad de este pretencioso e insoportable experimento. La vida es muy corta para desperdiciarla con tonterías disfrazadas de arte.

El japonés logra que sientas comprensión y ternura por alguien suicida que siempre supo qué hacer
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Retrato del gran vanidoso

Hace 12 años descubrí en el Festival de Venecia Hana-bi, una película perturbadora, violenta y lírica que firmaba un director japonés, Takeshi Kitano, pero desde entonces no he vuelto a recibir demasiadas alegrías de este señor en sus comedias, sus dramas y sus incursiones en el cine negro, aunque sus criaturas acostumbran a ser bautizadas ritualmente y con generalizado interés en los más prestigiosos festivales. Akires to kame tampoco me sirve para reconciliarme con autor tan distinguido pero es más digerible.

Kitano describe la enfermiza obsesión de un crío por pintar lo que le rodea, alguien cuya única forma de comunicación con el universo es a través del lienzo. Kitano irá siguiendo hasta la vejez de este hombre la implacable determinación de un ser humano para dedicarse únicamente a su eterno deseo. Sin éxito profesional y sin que le importe demasiado, con la convicción de que su misión es inviolable, sobreviviendo a duras penas, llegando al surrealista extremo de pedirle dinero para comprar material a una hija que trabaja de puta porque los ingresos paternos siempre han sido inexistentes. Kitano logra que sientas comprensión y ternura por este alienígena, por alguien suicida que siempre tuvo pavorosamente claro lo que quería hacer.

El director alemán Christian Petzold, autor de Jericó, no cita en ningún momento al escritor James Cain, pero resulta transparente que la inspiración de su historia se la debe a El cartero siempre llama dos veces, a la eterna crónica de los amantes que planean el asesinato del rico marido de ella para ser felices. Lo narra con tono plano, sin lograr que sintamos empatía ni piedad por los atormentados personajes, algo que sí conseguía Billy Wilder en esa obra maestra titulada Perdición y Bob Rafelson en su volcánica adaptación de la novela de Cain.

Takeshi Kitano, en Venecia.
Takeshi Kitano, en Venecia.AFP

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