Dos formas de talento
La misma noche, en el auditorio cavernoso y algo eclesiástico de una institución llamada New York Society for Ethical Culture, George Cables y Cecil Taylor tocan sucesivamente un formidable Steinway de gran cola lacado en rojo. El color del piano no es la única excentricidad de la velada. A mi lado, un hombre muy joven, en bermudas, lleva tatuado en el muslo izquierdo un retrato de precisión fotográfica de Duke Ellington, y en el derecho otro de Charlie Parker. Y cuando Cecil Taylor sale al escenario, después del descanso, va en calcetines y vestido con lo que parece el pantalón de un pijama y la chaqueta de otro. Los calcetines son recios, de lana, con el talón y la puntera azules. La chaqueta del pijama, tan flojamente abrochada que se le descolgará del hombro cuando empiece a tocar, es de un material brilloso que imita la seda.
George Cables congrega respetuosamente al tocar todas las sombras de los músicos que lo han precedido
Taylor, el hombre de casi ochenta años que se movía como adormilado, ahora toca con una velocidad inverosímil
George Cables, por comparación, es un modelo de mesura, casi de apocamiento. Viste un traje gris, zapatos negros, lleva gafas. Tiene una envergadura ligera y menuda como de haitiano, el aire de fragilidad de quien ha salido de una convalecencia. Hace sólo unos meses recibió un doble trasplante de riñón y de hígado. El jazz no es una música que suela permitir a quienes la practican ingresos suficientes para costear un buen seguro médico. En Nueva York músicos eminentes organizaron un festival benéfico que permitió pagar una parte de la operación y el tratamiento de George Cables. Esta noche, antes de tocar, solo en el escenario junto al gran piano rojo, Cables se inclina dando las gracias por los aplausos y por la ayuda recibida, por el hecho extraordinario de estar vivo. En el interior de su cuerpo cumplen sus tareas orgánicas un hígado y unos riñones que pertenecieron a personas ya muertas. En su memoria, en sus manos atentas de pianista, revive la larga tradición a la que pertenece, la que ha sostenido a lo largo de casi medio siglo, siempre en una posición al mismo tiempo singular y menor, casi siempre a la sombra de otros. A los sesenta y cuatro años, George Cables es célebre sobre todo por los músicos a los que ha acompañado, entre ellos algunos de los más grandes, Dexter Gordon, por ejemplo, Art Pepper. En los años finales de su vida canalla y desastrosa Art Pepper lo eligió para tocar con él, algunas veces sin otro acompañamiento, y el resultado fue siempre memorable: oírlos tocando juntos y a solas Body and Soul es uno de los grandes regalos que le ofrece a uno la música, un testimonio de toda la belleza y toda la melancolía de la vida. Esta noche George Cables no es la sombra de nadie, pero se nota en su manera de moverse y de sonreír que no está acostumbrado a recibir él solo toda la atención. Toca algunas composiciones suyas, de extrema delicadeza y transparencia, pero sobre todo viaja por el repertorio del jazz, por las canciones que otros músicos han frecuentado; invoca las sombras de Thelonious Monk, de Bill Evans, de Billie Holiday, y se remonta más lejos todavía, a los mismos orígenes, a los tremendos Spirituals que estremecen como himnos de una cautividad bíblica. Cuando toca Going Home, improvisando una serie de variaciones rigurosas, al fraseo nervioso del jazz y a la solemnidad de los cantos de iglesia se une la resonancia de la Sinfonía del Nuevo Mundo, y uno comprende que este hombre menudo y frágil, volcado sobre el piano, está formulando una declaración de principios: la música a la que ha consagrado su vida viene del sufrimiento y la esclavitud y se ha alimentado de casi todas las otras músicas con las que se cruzaba, y las ha fertilizado universalmente, aunque sea ahora minoritaria y en muchos casos invisible, como la mejor poesía.
George Cables se inclina nervioso para recibir los aplausos, con algo furtivo en sus gestos. Después de la operación, tal vez empujado por la urgencia de aprovechar el tiempo, de no callar lo que se le habría quedado sin decir si hubiera muerto, ha grabado un disco doble, él solo, con un título que es el de una canción antigua y también la afirmación desalentada de quien ha permanecido casi siempre en la sombra: You don't know me.
No es probable que Cecil Taylor tenga alguna vez esa queja. George Cables parece vestido con el propósito de causar una buena impresión, como quien se ha preparado no para un concierto sino para una entrevista de trabajo: el traje decente pero no llamativo, la actitud alerta y servicial. Cecil Taylor sale entre los pliegues de un cortinaje negro arrastrando los pies como si acabara de levantarse de la cama, masticando algo con placidez de rumiante, una de las perneras del pantalón del pijama embutida a medias en un calcetín, los hombros flojos, las grandes manos colgando, la expresión impenetrable, como si no oyera los aplausos o no le importaran mucho. Saca de alguna parte un papel tan arrugado como el pijama y lee un poema escrito por él mismo con una salmodia de predicador alucinado. Luego se sienta al piano y a lo que uno asiste a partir de entonces es a la equivalencia de un terremoto. Oír a Cecil Taylor es como sumergirse en los monólogos de sus entrevistas, en los que divaga lo mismo sobre García Lorca que sobre Billie Holiday o Frank Lloyd Wright o Carmen Amaya o Duke Ellington o György Ligeti, o sobre los antepasados Cheyene o Sioux con los que se mezcla su genealogía africana. Imágenes deslumbrantes saltan y se confunden sin atropellarse las unas a las otras; frases musicales de una complicación imposible ascienden y se derrumban con trepidaciones de catástrofe; el piano suena como un tambor, como un escándalo de tambores, y uno no sabe qué es lo que está escuchando, de qué manera lo que parece una inspiración ebria y desatada al mismo tiempo está sometido a un máximo control, en el que no intervienen para nada los modelos habituales, el esquema de principio y fin de una canción o los pasos medidos de los blues. Podríamos estar oyendo improvisar a un Béla Bartók desprendido de todo rastro de decoro europeo. Una certeza nos sobrecoge de pronto: lo que estamos escuchando no se parece a nada y será irrepetible. Cecil Taylor no mira ni una sola vez al público y sólo se detiene unos segundos al terminar cada pieza. El hombre de casi ochenta años que se movía como adormilado ahora toca con una velocidad inverosímil, sin una sola nota de relleno, con un desbordamiento que no accede jamás al adorno ni al automatismo. George Cables congrega respetuosamente al tocar todas las sombras de los músicos que lo han precedido: Cecil Taylor las aparta todas como a manotazos para quedarse solo con una música que sólo le pertenece a él, que no admite transacciones, que no originará una descendencia. Ni siquiera el aplauso final lo despierta del todo de su trance. Se queda de pie, la chaqueta del pijama colgado de un lado, desaparece arrastrando los pies detrás de la cortina negra y ya parece imposible que uno lo haya escuchado. -
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.