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EXTRAVÍOS | ARTE
Columna
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Cristal

A partir de una afirmación de Kant sobre el comportamiento artístico de la naturaleza como tal, como cuando ésta produce, por ejemplo, "cristales" o "flores", por citar dos prototipos de lo mineral y lo orgánico, Simón Marchán Fiz, en su ensayo La metáfora del cristal en las artes y en la arquitectura (Siruela), se embarca en una excursión erudita y crítica, no sólo acerca de la implantación y el desarrollo del concepto de lo cristalino en el arte y la estética de nuestra época, sino, en última instancia, en cómo puede hallarse a través de ello una fundamentación científica para una disciplina teórica y una práctica, en principio, bastante refractarias al respecto. Reputado especialista en la materia, no voy a comentar las muchas excelencias condensadas en este breve y muy enjundioso ensayo de Simón Marchán, entre las que seguir rigurosamente la pista a este tema desde Kant a Italo Calvino, desde el cristalógrafo René-Just Haüy hasta los expertos en la difracción de tramas o, en fin, desde Schinkel y Viollet-Le-Duc hasta la Catedral de Cristal de Philip Johnson, no es lo menor.

Pero lo que me interesa de este asunto aquí es la metáfora del cristal como, a su vez, metáfora de la transparencia, y la de ambas como, nunca mejor dicho, reflejo de la paradójica opacificación del destino humano en nuestra tecnocrática era. En este sentido, una de las virtudes intelectuales de Marchán es que no elude las réplicas que le salen a su radiante encuesta histórica, como las que plantean melancólicamente figuras de tanto peso como Paul Klee y Walter Benjamin, el primero de los cuales, en pleno belicoso año 1915, no sólo habla de "cristales impuros", sino que se refiere a la "incrustación sangrante", llegando a decir que creyó morir, no sin preguntarse: "¿Acaso puedo morir, yo, el cristal?", o no sin afirmar que "ciertas estructuras cristalinas contra las que a fin de cuentas nada puede una lava patética". El segundo, Benjamin, siempre emplazado de forma tan ambivalente en relación con el indeclinable fatum histórico moderno, comenta, por su parte, en Experiencia y pobreza, que "no en vano el vidrio es un material duro y liso en el que nada se mantiene firme. También es frío y sobrio. Las cosas de vidrio no tienen aura. El vidrio es el enemigo número uno del misterio. También es el enemigo de la posesión". Ni siquiera esto último es para Benjamin en sí mismo positivo, porque niega la peculiaridad del coleccionista de arte, que, en cierta manera, haciendo suyo un objeto lo retira del mercado, que es lo mismo que opacar su "publicidad".

Pero, a fin de cuentas, lo que tiene de relativamente malo la tan prestigiada transparencia es la totalitaria anulación de la privacidad o la desindividuación del hombre contemporáneo, el triunfo de lo mecánico sobre lo orgánico, la supremacía del haz sobre el envés, o, en fin, la pérdida de sentido de la luz cuando no proyecta sombra. Quizá, por tanto, tuviera razón Hegel cuando adujo que la total claridad acabaría con el arte, ese umbrío vertedero de todos nuestros fantasmas, que son nuestro propio halo. No es éste el objeto de las disquisiciones de Simón Marchán, pero ¡qué gusto que no las obvie! -

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