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Destellos balcánicos

Podríamos comenzar con un acertijo: en medio de la áspera campaña electoral que hoy finaliza, ¿cuál ha sido el único asunto acerca del cual Partido Popular y PSOE se han mostrado completamente de acuerdo? ¿Qué extraño tema ha hecho coincidir en sus opiniones a los ex presidentes Felipe González ("se ha sembrado una semilla terrible...") y José María Aznar ("es un error que tendrá graves consecuencias..."), dos figuras políticas que sobre cualquier otra materia discrepan de raíz y hasta se profesan una notoria antipatía personal? ¿Qué cuestión ha alterado, durante las últimas semanas, la geometría gobierno-oposición tanto en el pleno del Parlamento catalán como en el del Ayuntamiento de Barcelona, ha empujado al PSC a votar lo mismo que el PP y a Iniciativa a alinearse con Convergència, siendo así que no se trataba de un asunto de competencia ni municipal ni autonómica?

Esperemos que, una vez pasadas las elecciones, la política balcánica de España vuelva al consenso de la Unión Europea

La respuesta correcta, el factor desencadenante de tan curiosos emparejamientos es, como ya habrán adivinado, la independencia de Kosovo. O, para ser más exactos, el rechazo de los dos grandes partidos estatalistas españoles, el Gobierno y la oposición juntos, a esa independencia. No sólo el de ellos, sino el de buena parte de la opinión publicada, con especial virulencia desde el campo de la izquierda más dogmática; gentes de esas que velan por evitar los estigmas colectivos, que ponen el grito en el cielo ante cualquier expresión generalizadora del tipo "los musulmanes son..." o "los subsaharianos se dedican a...", han sugerido tranquilamente que, con casi dos tercios de la población en el paro, los kosovares configuran un pueblo de mafiosos, narcotraficantes y contrabandistas.

La base doctrinal que tanto el ministro Moratinos como el presidenciable Rajoy han invocado para situar a España, con respecto al último divorcio balcánico, en la misma posición que mantienen el ruso Vladimir Putin, el chino Hu Jintao, el boliviano Evo Morales o el cubano Fidel Castro -¡vaya póquer de demócratas!-, es que la independencia de Kosovo carece de legalidad por tratarse de un acto unilateral, realizado sin la aquiescencia de Serbia ni el aval de Naciones Unidas. Sucede, sin embargo, que gran parte de los Estados nacidos a lo largo de los dos últimos siglos lo han hecho de modo unilateral, y casi siempre por la fuerza. Unilateralmente proclamaron su independencia las repúblicas hispanoamericanas entre 1810 y 1825, y Madrid tardó décadas en reconocer su pérdida. Unilateralmente y con las armas en la mano se independizó Bélgica del reino de los Países Bajos en 1830. Unilateralmente se declararon independientes Finlandia en diciembre de 1917, Estonia y Letonia en febrero de 1918, Lituania y Polonia en noviembre de ese mismo año; la Rusia bolchevique necesitó varios años y diversas derrotas militares antes de avenirse a protocolizar en acuerdos diplomáticos esas amputaciones territoriales de su imperio.

Pero no hace falta remontarse tan atrás en el tiempo ni tan lejos en la geografía. Dentro del espacio ex yugoslavo, Eslovenia y Croacia proclamaron su independencia a finales de junio de 1991, obviamente contra la voluntad de Belgrado y sin intervención alguna de la ONU. Pues bien, apenas en marzo de 1992 la flamante República de Croacia era reconocida por el Reino de España poco antes de ser aceptada como miembro de las Naciones Unidas. Ello a pesar de que, en ese momento, un tercio del territorio croata estaba controlado por las milicias serbias, y aun cuando los combates intermitentes contra esas milicias por el dominio de las Krajinas se prolongaron cuatro años más, hasta el verano de 1995. Para la normalización diplomática entre Serbia y Croacia hubo que esperar a marzo de 1996.

Esa Croacia independiente, tan denostada hace tres lustros por los mismos que ahora abominan del Kosovo libre, constituye hoy "una democracia que funciona, con instituciones estables que garantizan el Estado de derecho", según la describió la Comisión Europea en 2004. No es un país perfecto, tiene rémoras económicas, heridas de guerra sin cicatrizar y reformas pendientes, pero ocupa desde el pasado enero uno de los puestos no permanentes en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, se halla en el umbral de la OTAN y será, en un par de años, el miembro número 28 de la Unión Europea, todo ello con el resuelto apoyo español.

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Los que, en España, rechazan la independencia kosovar con el argumento de que ese territorio era una provincia autónoma y no una república federada de la Yugoslavia titista, olvidan que la mayoría albanokosovar reivindicó el estatus republicano desde los años sesenta, que para tenerlo reunía condiciones demográficas e identitarias superiores a las de montenegrinos o macedonios, y que sólo la cerrada oposición serbia impidió satisfacer tal demanda, aunque la autonomía provincial fuese incrementada en 1969 y de nuevo en 1974. A quienes dudan de la viabilidad de Kosovo como Estado soberano habría que preguntarles por la viabilidad de tantos Estados en África u Oceanía (desde Somalia hasta Timor Leste, desde Zimbabue hasta Liberia) cuya independencia, sin embargo, nadie cuestiona ni propone embargar.

Esperemos que, una vez pasadas las elecciones del domingo y tras un plazo prudencial para no perder la cara, la política balcánica de España vuelva al consenso central de la Unión Europea. El precio que se pagará por ello será que la bandera rojigualda deje de lucir en las calles de Belgrado, de Banja Luka o de Mitrovica, enarbolada por la derecha ultranacionalista serbia. Pero, en esta vida, no se puede tener todo.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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