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La chequera y el hisopo

Ciertos observadores y analistas de la presente precampaña electoral han reprochado a Convergència i Unió (CiU) el infundir a su oferta para el 9 de marzo un carácter descarnadamente crematístico, el condicionar su hipotético papel de bisagra a una mera cuestión de dividendos, el haber escogido como fondo musical de los mensajes de Duran Lleida el metálico sonido de una caja registradora. La crítica es exacta pero injusta, porque el mismo o parecido reproche podría hacerse a casi todas las demás fuerzas políticas en liza, y muy particularmente a las dos mayores, el Partido Socialista y el Partido Popular.

El PP y el PSOE, en efecto, diseñaron estas semanas de campaña informal pero encarnizada con un objetivo común: explicarle a cada elector en cuanto individuo, y también en cuanto habitante de un determinado territorio, qué ventajas materiales, qué ganancias dinerarias le reportaría la victoria respectiva de Mariano Rajoy o de José Luis Rodríguez Zapatero en los inminentes comicios generales. Desde el punto de vista individual, y después de la subasta de rebajas fiscales, hemos asistido a la puja entre los dos grandes partidos estatales sobre cuál de ellos subirá más el salario mínimo interprofesional y las pensiones de menor cuantía, cuál creará más plazas de guardería y hará brotar más puestos de trabajo, siendo la promesa socialista de devolver 400 euros a cada contribuyente la guinda del pastel. En el plano autonómico, bastará recordar el cómico concurso de promesas gubernamentales de inversión ferroviaria: ¡5.000 millones para las Cercanías de Madrid!, anuncia Zapatero. ¡10.000 millones para Cataluña!, dice la ministra Chacón. ¡No, no, serán 13.000 millones!, asegura el consejero Nadal. ¿Alguien da más?

La nota de la Conferencia Episcopal constituye el mejor regalo de precampaña imaginable para los socialistas

En estas condiciones, no es de extrañar que el diario parisiense Libération -poco sospechoso de simpatías derechistas- titulase el otro día En Espagne, Zapatero mise sur la politique des euros ("En España, Zapatero apuesta por la política de los euros"), antes de comparar al presidente del Gobierno con Papá Noël o con un Rey Mago. Efectivamente, y para tratarse de un partido de izquierdas o progresista, el PSOE parecía haber sustituido el programa electoral por el talonario de cheques, y fijado como blanco de sus mensajes ya no el cerebro ni el corazón de los electores, sino sólo su bolsillo. La falta de tensión ideológica del discurso socialista era, una semana atrás, tan acusada como sorprendente.

Así las cosas, la ruidosa entrada en escena de los obispos ha sido para la campaña del PSOE como agua de mayo en febrero: pegados hasta entonces al suelo del vil metal, sus mensajes han podido remontar el vuelo hacia los grandes principios doctrinales, algunos de ellos rastreables en el ADN del partido desde los tiempos del abuelo Pablo Iglesias: el laicismo, la defensa de la libertad de conciencia, el rechazo de la injerencia clerical en los asuntos políticos... Gracias a la nota de la comisión permanente de la Conferencia Episcopal Española, la campaña socialista ha adquirido de repente aliento épico -siempre lo tiene el combate contra un adversario ancestral y antipático-, ha ascendido desde el criticable halago de intereses materiales hasta la noble lucha por ideas y valores de progreso.

De progreso, sí; o, por lo menos, percibidos como tales entre un amplio sector de la sociedad, que es en definitiva lo que cuenta. Conviene no olvidar que este país -Cataluña o España, pues no hubo en la materia diferencias significativas- conoció durante un siglo largo a la Iglesia más beligerantemente derechista de Europa y, en consecuencia, alimentó el anticlericalismo más nutrido, virulento y feroz del continente. Y aunque, en los últimos 50 años, la fobia popular contra la jerarquía católica haya parecido evaporarse, un par de generaciones no son suficientes para borrar del subconsciente colectivo unas sospechas, unos recelos, unas percepciones hostiles que comenzaron a sembrar los liberales de 1835 y llevaron a su sangriento clímax los anarquistas de 1936. Máxime si, como es el caso, asistimos hoy a una evidente ofensiva de los grupos católicos más integristas y reaccionarios para reconquistar presencia social y reimponer su hegemonía en materia de moral y costumbres.

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He apuntado más arriba que, para el electorado potencial del PSOE, un duelo entre el Gobierno socialista y esa cúpula episcopal representada por la tripleta atacante Rouco-Cañizares-García Gasco, un duelo así resulta altamente galvanizador y movilizador. En efecto, ¿cómo no indignarse ante la desfachatez de quienes, siendo propietarios de la cadena radiofónica Cope y haciendo de ella el uso goebbelsiano que hacen, se describen a sí mismos como amordazados, intimidados, calumniados, y denuncian que se les quiere "silenciar"? ¿Cómo ignorar a ese mitrado que invoca la palabra de Cristo para organizar en su diócesis rogativas "por la unidad de España"? ¿Cómo dejar sin respuesta en las urnas a una jerarquía que condena cualquier negociación con terroristas, pero todavía no ha condenado su propia sumisión de décadas a aquel contumaz terrorista con fajín de generalísimo que respondía por Francisco Franco...?

Que la nota episcopal del pasado día 31 y sus secuelas constituyen el mejor regalo de precampaña imaginable para los socialistas lo demuestran dos reacciones paralelas: la intervención del presidente de los obispos españoles, Ricardo Blázquez, para quitar hierro, templar gaitas y desmentir un apoyo explícito al PP, y los denodados esfuerzos del secretario de organización del PSOE, José Blanco, por insuflar oxígeno al fuego de la polémica. "Si esto dura hasta primeros de marzo, ganamos", debe de pensar Pepiño. El ultramontanismo rampante hoy en la piel de toro juega a su favor.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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