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Reportaje:

Don Ramón de Moraime y la Policía Funeraria

Un cura de Muxía tiene prohibido acompañar a los muertos de la parroquia hasta su última morada

Los difuntos de Moraime, en Muxía, tienen que viajar solos hasta su último destino. Los que en vida compraron el definitivo apartamento, con vistas al mar, en el cementerio que se levanta tras la parroquia de San Xián, están pagando el precio, 30 años después, de haber adquirido un nicho ilegal. El cementerio, que no se puede llamar camposanto según la Iglesia, no consiguió nunca los permisos de la Dirección Xeral de Patrimonio y de la Consellería de Sanidade, y el Arzobispado de Santiago, hace ya años, prohibió al párroco entrar en el recinto funerario.

El anterior rector de San Xián, Jesús Quintáns, respetó la ley al principio, pero en sus postreros años decidió hacer lo que le pedía el cuerpo, o el alma, y se saltó a la torera la orden archiepiscopal. Ya casi en el otro mundo, empezó a acompañar a los muertos, hisopo en mano, hasta el aposento final, dando por concluido el ritual cuando el sepulturero sellaba con paleta y cemento, ris rás, la boca del nicho. Los vecinos estaban encantados, seguros de que sus finados parientes llegarían al cielo con más garantías si el sacerdote estaba presente en el momento de la transacción con san Pedro. Pero, como se veía venir, don Jesús, recordado con cariño por los fieles como O Rabelo, dejó este mundo para pasarse a la vera de sus enterrados, y un cura nuevo, hace dos años y medio, llegó y ocupó su lugar.

"Yo, como pastor, qué más querría que ir con el ataúd, pero me juego el pellejo"
Doña Servita, la promotora, dice que Suquía le dio licencia por 4.000 pesetas
En el Agro do Gorrión se hallaron restos romanos, suevos y visigodos

Ramón Insua, natural de Fisterra, regresó a Galicia después de echar cuatro décadas en Argentina. Se hizo cargo de las parroquias de Lires, Salgueiros y, poco después, San Xián de Moraime. Entonces fue informado de que aquel templo y aquella rectoral (ahora en obras para convertirse en hotel) databan del siglo XII, que pertenecían a un antiguo cenobio benedictino, que eran joyas de un románico purísimo y que sobre ellas pesaba la declaración de Bien de Interés Cultural, por lo que, "hasta para clavar una punta tendría que pedir permiso a la Xunta". A la vez recibió la orden del arzobispo de despedir a los muertos fuera del cementerio, sin rebasar jamás la verja que lo limita. Y desde entonces las cosas cambiaron en Moraime. A don Ramón ni se le pasa por la cabeza burlar el veto.

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En la sacristía, ayer, con la sobrecogedora iglesia monacal a reventar de paisanaje porque tocaba a muerto, Insua se preparaba para el funeral y explicaba sus temores. "Yo, como pastor, ¿qué más querría que acompañar a mis difuntos? Pero no puedo. No puedo porque soy un mandado. Porque si viene la policía funeraria me juego el pellejo".

Lo último, lo de la policía funeraria, suena con voz más profunda y retumba en los sillares de nueve siglos. La policía funeraria es, en realidad, la Policía Sanitaria Mortuoria, que depende del Gobierno gallego y se encarga de supervisar la legalidad de los enterramientos. Prohibiéndole al cura los oficios dentro del cementerio sin licencia, el arzobispado se libra de las multas. Para matar el malestar que le queda, don Ramón, después echar, extramuros, sus bendiciones a la caja, corre a la sacristía, se quita la sotana, el alba, el amito, la casulla y la estola y, como un paisano más, atraviesa la cancela y se une al cortejo sin decir esta boca es mía. "Sin ornamentos de ministro, como uno más, puedo entrar sin temor a la policía funeraria", dice, "y esto, algunos lo valoran".

Sin embargo, otros no lo aceptan. "Hay un grupito...", lamenta don Ramón, que quiere que el religioso siga los pasos de O Rabelo. Otros de los reticentes, en cambio, cesaron en sus críticas hace un año, cuando la visita pastoral del arzobispo. Los vecinos se reunieron "en privado", sin su cura, con Julián Barrio y, como recuerda el párroco, "desde ese día no volvieron a quejarse".

El cementerio ilegal de 135 nichos, pegado al ábside, impide la visión del conjunto artístico pero no más que el cementerio primitivo que rodea el templo por la fachada siniestra. Los dos aislan a sus muertos de la humedad con uralitas de colores y los dos afean el paisaje. La promotora del cementerio ilegal, Silvina Dolores Touriñán, la señora Servita para todos, revuelve entre los papeles de su casona desvencijada y desempolva un documento firmado por Ángel Suquía cuando era arzobispo de Compostela. Según ella, el escrito le autorizaba a construir panteones en el Agro do Gorrión a cambio de una limosna de 4.000 pesetas. Pero luego, en aquellos 200 ferrados, se encontraron restos romanos, suevos y visigodos, y se empezó a hablar de la existencia de un túnel de los monjes que llegaba hasta el mar. Los nichos de Servita se convirtieron en proscritos.

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