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Columna
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Vascos efervescentes

Los habitantes de San Sebastián nos llamamos "donostiarras", lo que instala en nuestro gentilicio un viaje que no es sólo lingüístico. No se sabe muy bien cómo desandar el origen de la palabra Donostia, pero se dice que podría ser una evolución de Done-Ostia: "Done" (santo en euskera) y "Ostia", el puerto de Roma en cuyas inmediaciones tal vez fue enterrado Sebastián, el soldado romano asaeteado por no renunciar a su fe cristiana. Pero mucho más que la exactitud importa la necesidad etimológica: nuestra identidad como una búsqueda que nos desplaza del eje y el paisaje habitual. Los donostiarras podríamos llamarnos también "easonenses" (afortunadamente no solemos hacerlo) por aquello de la Bella Easo, título que otra vez nos pone en un viaje: "Easo" vendría de la creencia de que en Donostia tuvo su asiento la romana Oiasso. Hoy sabemos que es una creencia errónea, que Oiasso se situaba en Irún, pero en el gentilicio nos queda el viaje y con él, la condición de mestizos.

Por suerte, seguimos haciéndonos con gentes de otros lugares

En el Museo Naval de San Sebastián se puede ver (hasta mayo del año que viene) una exposición espléndida. Se titula Donostia, itsas hiria-San Sebastián, ciudad marítima y recorre, sobre el agua, la historia de la ciudad, desde la época romana hasta nuestros días. La calidad de la exposición es, para comenzar, de continente, lo que está muy lejos de ser la norma general entre nosotros. Con honrosas excepciones para confirmarla, la regla en la mayoría de exposiciones que visito en Euskadi la constituye, por decirlo buenamente, la fragilidad didáctica: pobreza de los materiales informativos (folletos, paneles, rótulos...), esquematismo y/o superficialidad de las guías-audio cuando existen, disposiciones espaciales incómodas o laberínticas. Es decir, un conjunto de ausencias u obstáculos que hacen pensar que entre los objetivos de esas muestras no se encuentra, desde luego, el contribuir a que el visitante alcance la máxima satisfacción o el más alto provecho (intelectuales, estéticos, formativos o de diálogo con las obras presentadas). La exposición del Museo Naval es, en ese sentido, no sólo una excepción, sino un logro de claridad, consistencia, pertinencia (in)formativas. El recorrido está, además, perfectamente organizado.

El contenido es el estimulante recordatorio de la verdadera sustancia de nuestra identidad: somos un añadirse de gentes, lenguas, desplazamientos, aportaciones y fusiones culturales. Las piezas arqueológicas, documentales, industriales, artísticas que la exposición reúne componen un mosaico mestizo, colorido, de vascones autóctonos a los que se les van sumando romanos, navarros, gascones, castellanos..., y así sucesiva y afortunadamente. Hasta ahora mismo, que seguimos haciéndonos con gentes de otros lugares. Por suerte, insisto. Porque da gusto saberse compuesta de tantos ingredientes. Conforta imaginar la solidez de un tejido hecho de tantas hebras, el caudal de un río alimentado con tantos afluentes. Y alegra oponerle a la idea, mustia además de ficticia, de que los vascos somos un pueblo milenariamente ensimismado, intocado, inmune al roce/goce multicultural.

Alegra oponerle a esa idea de un pueblo-burbuja, la imagen -que además de real es estimulante y fértil- de un pueblo hecho con muchos otros, de una sociedad de burbujas, como quien dice, efervescente.

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