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Columna
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Identidad

Lo que nos hace seres humanos parece que consiste en hablar, entender, comunicar. La voz en que se expresa esa habla que, en sus orígenes, fue la pura, inmediata, oralidad, y que se perdía en el aire de cada sonido, adquirió, con los siglos y con la escritura, formas más complicadas, más sustanciosas y firmes. La escritura facilitó la memoria e inventó un reflejo de la pervivencia, del impulso hacia el amor y la solidaridad, del deseo de inmortalidad.

Con el invento de las letras, el tiempo se hacía tierra y surco en el que caían las semillas de nuestras palabras y podían, así, fructificar con otros soles distintos de aquel bajo el que se sembraban. Tal vez por ello, se llamó "cultura" a esa siembra que alargaba el instante en lo porvenir, y descubría en el originario, efímero, "sueño de una sombra" la existencia del tiempo y de la historia...

Pero "cultura" se dijo antes Paideia, "educación", creación de un sonido interior que convertía al individuo que habla en un "animal interesante": un ser que podía construirse, mejorarse y, sobre todo, que debía luchar por establecer un mundo ideal donde resonar esos conceptos que dibujan el horizonte de un progreso nada utópico, por mucho que la experiencia de la realidad y sus contradicciones nos golpee y nos desconcierte.

La primera mirada libre sobre el mundo observó la existencia de los elementos que, como el agua, el aire, el fuego y la tierra, construían la naturaleza y permitían su aliento. Con el paso del tiempo, se buscaron también elementos sustentadores de la cultura, que permitiese la siembra y la humanización exclusiva de sus frutos. A esos elementos singulares, metidos en el corazón de la existencia, llamaron "Bien", "Verdad", "Belleza", "Justicia". Sin duda que se necesitaban para vivir, porque se pusieron, como ideas, delante de nuestros ojos y, desde entonces, por mucho olvido que haya caído sobre ellos, siguen vivos y presentes como un añorado y difícil paraíso.

Tal vez la palabra cultura y esos conceptos que la alimentan, a fuerza de utilizarlos, de malversarlos, han ido convirtiéndose en cantos rodados, en monedas sin troquelado, que decía Nietzsche. Precisamente por el exceso de información de que hoy disponemos, podría ocurrir que nos dominase más que nunca la ignorancia, y que hablásemos sin saber qué decimos y escribiésemos sin saber, verdaderamente, qué queremos comunicar.

Habría que pensar si los profesionales del día a día cultural, si los periodistas que han de bregar con la cultura, y a los que se pide que sean independientes, no tendrían que revisar como una moneda sin troquelado, como vacía frase hecha, este venerable concepto de independencia. Porque el periodismo cultural, todo periodismo necesita, hoy más que nunca, un par de ideas claras, sencillas, que nos sirvan para desbrozar la angustiosa, enmarañada, selva de noticias, el continuo chaparrón de informaciones, que nos asfixia.

Esas ideas podríamos, tal vez, encontrarlas dando vueltas al concepto de identidad e independencia. Es claro que la personalidad de quien escriba con la consciencia de que su escritura tiene el deber de educar la inteligencia, la sensibilidad, y la felicidad de sus lectores, no puede caer en la inercia de dejarse arrastrar por el torrente de los intereses, por muy respetables que sean. El periodista tiene que depender de esos conceptos esenciales que sustentan la vida de los seres humanos. Hace tiempo, un famoso semanario alemán publicó un reportaje con el título Malos tiempos para la bondad. Efectivamente, ¿cómo acariciar el ideal del bien y la cultura en un mundo que produce crueldad y muerte? ¿Cómo no rendirse al pesimismo que, solapadamente, inyectan los promotores de la avaricia y la ignorancia?

La educación por la cultura exige una revisión y análisis del viciado tópico de la identidad. Una identidad democrática, una identidad global, como la del maravilloso concepto de "filantropía" -ese amor a todos los seres humanos-, que propusieron los griegos del helenismo, pide una ruptura con lo peor de tantas tradiciones que acaban encerrándose en el huerto del fanatismo y la irracionalidad. El horizonte último de esta reflexión tiene que comprenderse en una sola tesis: hay que amar la vida, toda la vida, y no sólo la nuestra, la de los nuestros. Una empresa difícil, que ha de concretarse en instituciones capaces de expandir esa necesaria forma de nueva identidad. -

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