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AGENDA GLOBAL | ECONOMÍA
Columna
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¿Qué irá dentro de los Presupuestos?

Joaquín Estefanía

DURANTE LOS AÑOS en los que gobernaron el demócrata Bill Clinton y el laborista Tony Blair, sus respectivos países disfrutaron de economías boyantes, lo que dio lugar a sociedades más prósperas aunque, en ambos casos, más desiguales. Los socialdemócratas estudian lo ocurrido en EE UU y el Reino Unido para evitar que en el futuro se fije en la opinión pública una imagen de ellos contradictoria: ahora que habían conseguido deshacerse del aura negativa de gente despilfarradora y que gestiona mal, la paradoja podía volverse del revés: son ortodoxos en sus prácticas económicas, pero hacen más ricos a los ricos.

Rodríguez Zapatero intuyó esta circunstancia y desde el principio se aplicó en poner en marcha medidas paliativas del déficit social, con otra peculiaridad ajena a la tradición socialdemócrata, aún discutida en el seno de esa familia ideológica: en la era de la globalización, la redistribución se hace por el lado del gasto público y no desde los ingresos. Fue cuando declaró que "bajar impuestos es de izquierdas". Su esfuerzo no consistió —más bien al contrario— en hacer progresivos los impuestos (renta, sociedades, plusvalías, etcétera), sino en poner en funcionamiento nuevos derechos sociales o medidas relacionadas con el aumento del gasto social, en el entendido de que en este terreno España tiene un déficit de varios puntos con relación a la media europea, y algunos puntos porcentuales más si se la compara con los países más avanzados de la UE.

El paradigma de esta política ha sido la ley de Dependencia, denominada cuarto pilar del Estado del bienestar. Además, activándola, ZP daba continuidad a uno de los principales activos de los Gobiernos socialistas de primera generación, los de Felipe González, que universalizaron en nuestro país los tres primeros pilares del welfare: pensiones, sanidad y educación públicos.

La pasada semana, la vicepresidenta del Gobierno María Teresa Fernández de la Vega unía las prácticas de la ortodoxia económica y de la inversión social cuando declaraba: el rigor y el gasto no son incompatibles. Depende de las dosis de ambos y de la buena selección de las necesidades priorizadas (dado que las necesidades ciudadanas son infinitas, incluso en las sociedades más ricas). Las renuencias del otro vicepresidente, Pedro Solbes, a algunas de las últimas medidas anunciadas por el Ejecutivo (ayuda materna, la vivienda como derecho subjetivo, la atención bucal gratuita a los niños) no parecen debidas a desacuerdos con los principios —rigor económico e inversión social—, sino a las dosis y a las prioridades seleccionadas. Por ejemplo: en vez de los 2.500 euros por hijo, ¿no habría sido mejor multiplicar la red de guarderías del país? Solbes recuerda continuamente con sus palabras, además, otra regla de oro de las democracias maduras: cada medida debe venir acompañada de una memoria económica para que todos sepamos lo que cuesta. Esto también es educación para la ciudadanía.

En 1985, después de dos años largos de sacrificios, en el Gabinete socialista se creó un sindicato del gasto (los ministros con más capacidad de invertir), a los que se enfrentó el ministro de Economía, Miguel Boyer, que opinaba que era preciso un ajuste mayor para sacar la economía del marasmo. Boyer pidió a González una vicepresidencia para ser primus inter pares en el Consejo de Ministros. González se la negó y Boyer dimitió. Aznar y ZP aprendieron la lección y pusieron a un vicepresidente al frente de la economía.

Durante largos años, la economía española ha apuntado déficit en sus cuentas públicas, por lo que el responsable de Economía parecía tener más legitimidad y más fuerza para resistirse al sindicato del gasto de cada momento. Pero en cada uno de los cuatro ejercicios de la legislatura de ZP, las cuentas han tenido superávit, por lo que la presión se hace irresistible, máxime en año electoral. Los problemas son de prioridades y de sostenibilidad: elección política y memoria económica.

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