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Columna
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Cidade da Cultura

No recuerdo que La Voz de Galicia hubiese expresado ni la más leve sombra de crítica al proyecto de la Cidade da Cultura en los tiempos en los que Manuel Fraga gobernaba, que fueron también los momentos en los que, con Jesús Pérez Varela al frente, el presupuesto de este proyecto se disparó. Cabe aventurar, desde luego, la posibilidad de que su propietario hiciese algún comentario en la intimidad, o la de que se expresase mediante algún complicado criptograma. De lo que no cabe duda es que hoy ese periódico ha hecho de la Cidade da Cultura su órdago al Gobierno bipartito. ¿Por qué? Dejo la respuesta a esa pregunta a los diversos especialistas en hermenéutica local.

No puedo dejar de apuntar, sin embargo, que para hacer un servicio al país tal vez fuese pertinente que ese periódico organizase también el debate sobre el puerto exterior de A Coruña, construido a siete millas marinas del ferrolano de Caneliñas y con presupuesto inicial de seiscientos millones de euros. Ese puerto permitirá o justificará una asombrosa operación de recalificación de suelo urbano que, hablando en plata, permitirá privatizar suelo público. Al parecer, ni Pedro Solbes quería financiar la construcción de ese puerto con dinero europeo, ni Magdalena Álvarez facilitar la recalificación del suelo.

Dicho esto, no parece sensato, dos años después del cambio de gobierno, que sigamos sin noticias sobre lo que la Cidade da Cultura vaya a ser. Es a Ánxela Bugallo a quien le cabe atajar las especulaciones exponiendo con claridad el sentido del proyecto. Sería bueno que a esa decisión se le sumase el nombramiento de los gestores de la cosa. Que no se diga ni se haga, alarma. Hace pensar que no se sabe qué hacer o que no se tiene confianza en las bondades de la idea. Y si no se sabe qué hacer tal vez es mejor dejar el sitio a otro.

Desde luego, la Cidade da Cultura no tiene que ver con la cultura. En todo caso, con la cultura como simulacro. Tal vez convenga recordar que el primer edificio de esa clase fue, ya en los años setenta, el Pompidou de París, que dio lugar a una serie de clones por todo el mundo. En España los dos más conocidos son el Guggenheim bilbaíno (un éxito) y la Ciudad de las Artes valenciana (un fracaso).

Citando a Baudrillard me eximiré de comentarios ulteriores: "Beaubourg no es más que un inmenso trabajo de transmutación de la famosa cultura tradicional del sentido en el orden aleatorio de los signos, en un orden de simulacros. Y las masas acuden no porque les crezca la saliva ante una cultura que las viene frustrando siglo tras siglo, sino porque tienen ocasión de participar multitudinariamente en el inmenso trabajo de enterrar una cultura que en el fondo siempre han detestado".

La Cidade da Cultura más bien tendría que ver con el turismo. Han querido los dioses que las gentes en nuestros tiempos se desplacen de uno a otro confín del universo mundo buscando un no se qué, aventuras, localizaciones para exteriores cinematográficos o tal vez intentando huir de sí mismos. Esos mismos dioses han querido que España sea hoy la segunda potencia turística mundial, esto es, el lugar preferido por millones de personas para perderse, y que Galicia se haya incorporado a ese bum, concretamente desde el año 1993, en el que se volvió a relanzar el fenómeno xacobeo. ¿Qué porcentaje del PIB gallego depende del turismo? ¿En qué medida puede mejorarse esa cifra? En mi opinión, esas son las dos preguntas más pertinentes en relación a la Cidade da Cultura. Y como es el caso que el turismo más sustantivo, el que deja más euros, es el ligado a esa cosa que llaman cultura, hete aquí la oportunidad del invento. Si no sirve para que contribuya a la riqueza del país camelando a un número indeterminado de católicos norteamericanos o de lectores de Paulo Coelho empeñados en hacerse ampollas en los pies en pleno ejercicio de su viaje interior, efectivamente es mejor dejarlo correr...

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Lo que parece natural es que Galicia intente superar los límites temporales y religiosos inherentes al fenómeno xacobeo, y que trate de atraer al tipo de público que acude a festivales como los de Edimburgo o Salzburgo. Es una cuestión de competencia con sitios donde hay más sol o por los que Mozart se dio un garbeo. El turismo -el de los demás, se entiende- tiene ventajas concomitantes. Uno puede conocer gente sin salir de casa y los visitantes siempre le dan color a los sitios. Lo que a la gente le gusta ver es más gente. Ese es el secreto de las ciudades y también el del turismo.

La otra ventaja del turismo, patriótica, si uno quiere llamarla así, es ésta: puede darle más visibilidad a un país pequeño como Galicia, pero que también necesita hacerse un hueco -ser una marca- en el ancho mundo de los flujos globalizados.

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