Arte de calle
En una calle desolada detrás del parque de bomberos de Jerez, Jack Nicholson sonríe ante el fulgor plateado de la luna. A cualquier hora del día o la noche, quien por allí pase corre el riesgo de tropezarse con su sonrisa desquiciada. Más suerte tendrán aquellos que entren en cierta tienda del multicentro de la zona norte porque encontrarán, junto al mostrador, a una bella oriental con los ojos cerrados, sumida en un plácido recogimiento. Quizás les sorprenda saber que ambas expresiones, cara y cruz del voluble ánimo humano, han surgido de una misma mano, la del joven Lauren Gallego, el autor de ambos graffitis.
En estas tierras, donde escasean los cazatalentos, la trayectoria de un artista es casi siempre una larga trenza de disciplina y genialidad. Sólo sus veinticuatro años nos impiden decir que Lauren se ha hecho a sí mismo, pues aún está horneándose, pero ya recuerda con nostalgia cuando, recién estrenada la adolescencia, recorría las calles de Jerez con un rotulador Posca en el bolsillo, dejando su nombre en los rincones más estratégicos de la ciudad. Aquella elemental muestra de vanidad se convertiría con el tiempo en los tritones enroscados que esconden su sello, porque en sus dedos empezaba a alborotar un talento impetuoso, como auguraban los bocetos que pergeñaba a escondidas, en la cara oculta de la puerta de su armario. Hoy, al contemplar esos ensayos, a Lauren le sorprende que en aquellos centímetros ya se hallara concentrada la obra que iba a desarrollar en el futuro.
Pero un artista es también una persona, y en aquel tiempo despertó en Lauren un respeto cívico que lo apartaría del lado irreverente del graffiti al hacerle comprender que su libertad terminaba donde empezaba la de los demás. Podía entender que un muchacho del Bronx garabateara su nombre en un vagón de tren para que en los barrios ricos supieran de su existencia, pero en el mundo más o menos nivelado en el que vivía esos gestos carecían de un sentido más digno que la mera provocación gamberra. Así, mientras otros buscaban los chutes de adrenalina que proporciona la clandestinidad, Lauren tomaba la senda artística y se convertía en crisol de tendencias, redimiendo los muros más sombríos de la ciudad con una destreza pictórica que a veces la cerrazón de la gente metía en el mismo saco que las pintadas obscenas o los mensajes reivindicativos. Por eso recuerda con emoción el pulgar levantado con el que el maquinista de un tren los saludó al verlos pintar el mural dedicado al 11-M, en el que Lauren participó a pesar de tener que atarse el bote de spray a la mano con cinta de carrocero porque unos días antes se había rajado un dedo. Como la tragedia que lo inspiraba, aquel mural no fue borrado, y continuó allí, espectacular y fúnebre, como un recordatorio de la mostrenca naturaleza humana, hasta que finalmente demolieron el muro que lo acogía.
La primera inversión de Lauren, como la de la mayoría de los grafiteros, fue una cámara con la que poder remediar la condición fugaz de sus obras, sometidas al inevitable baldeo de los ayuntamientos. Su huida de lo efímero lo llevó a pintar en lugares menos perecederos y, recién cumplidos los diecisiete, se embarcó con otros colegas rumbo a Oviedo, para decorar una tienda a cambio de los botes de spray que sobraran. Se sucedieron entonces años inquietos en los que, mientras estudiaba en la Escuela de Artes, probaba si con el graffiti podía ganarse la vida, engalanando fachadas de comercios o acicalando motos con cabelleras de fuego, hasta que finalmente decidió pintar sobre madera, encontrando al fin una tabla para su pintura náufraga.
Y ha sido con una obra sobre tabla, precisamente, con la que ha ganado este año el concurso del cartel que anuncia la Feria del Caballo. El rocín meditabundo que dibujó para la feria de Guadalcacín, se transforma ahora en una nueva especie mitológica, un híbrido de caballo y catavino al que, en un guiño a su pasado, Lauren ha tocado con una cola de tritones enroscados. El cartel ha sido tildado de graffiti pero, aunque lo realizó con aerógrafo, él prefiere pensar que el arte es impermeable a las etiquetas. Dentro de unas semanas florecerá en la ciudad el cartel con el que Lauren, nunca mejor dicho, se llevó de calle al jurado. Y detrás del parque de bomberos, Jack Nicholson, la única obra del joven autor que sobrevive en Jerez, ampliará aún más su sonrisa.
Félix J. Palma es autor del libro de relatos Los arácnidos (Algaida).
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