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Reportaje:TEATRO

La caverna fantástica

Javier Vallejo

Carlos Aladro orquesta en el Teatro de La Abadía una imaginativa puesta en escena de La ilusión, comedia donde Pierre Corneille y Tony Kushner, el autor de esta versión, hacen una apología del teatro como arte de demiurgos, lugar mágico y escenario de vidas paralelas.

Con apenas un año de diferencia, Calderón y Corneille compusieron El gran teatro del mundo y La ilusión, paradigmas opuestos de metateatralidad. En el auto sacramental, vivir es representar un papel. En la comedia corneillana, representar significa vivir una vida prodigiosa, improbable de otro modo. La ilusión, que se ha estrenado en Madrid en versión de Tony Kushner, respira amor al teatro. Cuando la escribió, Corneille era un joven con los sueños intactos, adscrito a una compañía, Le Théâtre du Marais, para la que cortaba obras a medida. Ésta tiene un arranque mágico. Pridamante, viejo ansioso por recuperar a un hijo repudiado, acude a un brujo, el cual, remedando en la suya la caverna platónica, decide mostrarle secuencias de su vida a condición de que no intervenga. En la versión de Kushner, el hijo de Pridamante se llama Calixto, luego Clindor, y después Teógenes, anda enamorado de Melibea, que cambia de nombre cada vez que él cambia el suyo, y tiene un rival cuya identidad también muta según avanza la función.

El primer acto del montaje

de La Abadía, dirigido por Carlos Aladro, transcurre en una Edad Media de tebeo: Melibea lleva ropa de princesa de cuento de hadas, gentileza de Lorenzo Caprile, y Pléribo, rival de Calixto, armadura de plástico. Sus peleas son juegos de niños. En el segundo, todos visten a la manera barroca: Calixto-Clindor ha entrado al servicio del capitán Matamoros, versión corneilliana del Miles Glorosus, y Alcandro, el mago, comienza a parecerse sospechosamente a Juan Tamariz. En el acto último, la misma historia de amores y celos continúa en la edad contemporánea. Ahora ella se llama Hipólita y su enamorado le pone los cuernos. ¡Qué desengaño! Tantos siglos persiguiéndola para esto. "No me gusta la deriva que han tomado las cosas", se lamenta Pridamante.

La ilusión de Corneille es puro juego, ampliado por Kushner y apurado hasta la hez en este montaje divertido e imaginativo, que ciñe el clásico sin almidón y lo deja correr libre sin perder de vista el carril. Está lleno de hallazgos de puesta en escena, de apuntes cómicos interpretados con chispa, de anacronismos engarzados con naturalidad. Lo único que queda por debajo del listón es la coreografía previsible con que se acompaña una cancioncilla, y la idea de trasladar el último acto, en donde Corneille sangra su vena trágica, a fecha de hoy. Encajaría mejor a finales del XIX, con Teógenes de húsar e Hipólita de gran dama de la emperatriz Sissi. Estos dos peros se diluyen en una sucesión de aciertos rematados por un final rotundo, desilusionado, medularmente poético. El teatro es magia, y la magia no más que teatro, vienen a decirnos autor, adaptador y director. La traducción de Miguel Sáenz es jugosa, precisa: la mejor que he escuchado recientemente en un escenario. Los actores tienen muy buen contacto físico: respiran trabajo en equipo. Ernesto Arias, Lidia Otón, Daniel Moreno y Jesús Barranco llevan tiempo en La Abadía, pero Rebeca Valls, Mario Vedoya, Jorge Gurpegui y Luis Moreno, un Matamoros endiabladamente frágil, han hecho aleación con ellos. La luz de Pedro Yagüe y la escenografía de Dietlind Konold diluyen con inteligencia la frontera entre realidad e ilusión teatral.

La ilusión. Madrid. Teatro de La Abadía. Hasta el 8 de abril.

Daniel Moreno y Rebeca Valls, en 'La ilusión'.
Daniel Moreno y Rebeca Valls, en 'La ilusión'.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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