Luz de acuario
Cuando Copito de Nieve estaba agonizando, y los medios de comunicación dedicaban al asunto toda la atención que merecía aspecto tan trivial y trágico, mi camarero preferido, bestia xenófoba y sentimental, ciudadano ejemplar, diligente cumplidor de leyes y ordenanzas, se quedó embobado frente al televisor, espejo donde el gorila blanco nos miraba enfurruñado, y volviéndose hacia la parroquia, con una sonrisa de reconocimiento exclamó: "Òstia, si que se'ns assembla! Collons, si ens assemblen a aquests animalots!".
Yo pensé: "¡Sobre todo a ti, se parece!", pero con el rabillo del ojo vi que otro cliente me estaba observando a mí, observaba con una sonrisita fatua, una inquietante sonrisita de veterinario, y adivinándole el pensamiento le grité por vía telepática: "¿Qué me mira? ¿Qué me mira? ¿Y qué piensa usted, doctor Moreau?".
Estaban los parroquianos sentados en sus taburetes como grullas...
"Siempre que observamos atentamente a un animal, tenemos la sensación de que en su interior hay un hombre que se burla de nosotros" dice uno de los apuntes de La provincia del hombre, de Canetti, el cual, a juzgar por otros apuntes del mismo año 1942, observaba mucho a los animales, especialmente a los gusanos, los perros y los monos. Y es muy cierto lo que dice, es una verdad tan evidente y turbadora que no me extraña que sólo entremos en el zoo acompañados o mejor dicho protegidos por algún niño, ya que así podemos distraer parte de nuestra atención hacia sus monerías, sus caprichos, su necesidad y su inocencia encantadora, y vigilar que no se caigan del trenecito, o del poni, y cuidar de que coman chuches y no tiren cacahuetes a los animales; y así ocupados con las crías humanas nos entretenemos y no tenemos que observar con atención a los animales en sus jaulas, sus fosas y terrarios...
Una sensación parecida a la que define el apunte de Canetti está en los grabados de Grandville para las Escenas de la vida privada y pública de los animales, en cuya portada ya mostraba encerrados en las jaulas del Jardin des Plantes parisiense a los escritores de su tiempo, contemplados por los animales; y ya lo estaba en el origen milenario de las fábulas, y en las estampas de David Teniers el Joven, mostrando monos antropomórficos, decorosamente vestidos con casacas, monos cultivados y dedicados a pintar cuadros y a otras tareas nobles, no como los asnos de Goya, asnos trágicos en guisa de doctores o de brujas, ni como los cerdos con los que Grosz retrataba a los banqueros, a los empresarios y a los sacerdotes en sus visiones apocalípticas de Berlín durante la Primera Guerra Mundial y la república de Weimar, o en abigarradas y caóticas escenas urbanas como El hombre es bueno, donde las calles de la ciudad son "hormigueros de hombres-animales poseídos", dixit, por el vicio y movidos por un instinto animal hacia la perdición. Está en el origen de la pesadilla que sufrió el poeta Tadeusz Rózewicz la noche del 16 al 17 de enero de 1992: "Un animal/ mutante de hiena y zorro/ el hocico contra el suelo/ husmeando/ se hundía en la sombra que se espesaba... En la frontera del sueño/ y la vigilia/ me he dicho/ he sentido/ que era yo...", espantosa pesadilla de la que despertó "con la boca llena de arena", demasiado espantosa para contarla aquí; pero si algún lector quiere la trascripción del poema entero, que me escriba y se la enviaré.
Ayer fui al zoo a pecho descubierto, sin protección infantil, para indagar qué se ha hecho, desde que construyeron el Acuario del Maremágnum, de aquel magnífico aunque ruinoso acuario, espacio de corredores subterráneos, con ventanas azules a los tanques, de donde venía una luz azulada, luz misteriosa de acuario, donde antaño observaban nuestro paso los peces, en formidable variedad, en nutridas bandadas, los peces de ojos asombrados, de escamas fosforescentes, entre algas, estrellas de mar y corales... Sólo quedan los delfines.
De vuelta del acuario me paré a mirar a los osos durmiendo en sus fosos, a unos monos saltando histéricos de liana en liana, y a los gibones despiojándose, a los gorilas bostezando, a las focas lanzando gañidos quejumbrosos desde las rocas en medio del estanque, y a los pingüinos inmóviles, la cabeza al cielo, como criaturas de Edgard Gorey, y ya no quise, no pude ver más, pero recomiendo la visita antes de que pongan el zoo fuera de la ley: cautivos allí, los animales se nos parecen más, exentos como están de lo que constituye el 90% por lo menos de su naturaleza en libertad: el imperativo de luchar por el próximo almuerzo, el hambre y el miedo; y los criterios de armonía, lógica científica y gusto decorativo que rigen la distribución y disposición de las celdas, grutas y fosos, convierten el zoo en una instalación artística fabulosa, en verdad una obra maestra que desacredita como vanas las aproximaciones de Demian Hirst, ya que para mostrar toda la desesperación y extrañeza del hombre-bestia no hace falta partirlo por la mitad con una sierra y exhibirlo en un tanque de formol: el bicho vivo y cautivo desmoraliza más.
Espectáculo del aburrimiento y de la paciencia, que sobrecoge el ánimo, que trueca el corazón en plomo... oceanografía del tedio profundo, profundo, como el que debería abrumar a Nereida, con sus 40 años de vida, 40 años dando vueltas en la única e inevitable compañía de otros seis delfines. Pero la verdad es que al pasar una y otra vez delante de las visitas, al otro lado de la lámina de vidrio, las mira con interés y benignidad y parece a punto de decir, como la loba a Mowgli: "Escucha, hombrecito...".
museosecreto@hotmail.com
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