El almirante sin flota
He topado con la sombra del almirante Horthy, el viejo, severo y antisemita Regente (Kormányzo) de Hungría que tomó las riendas del imperio tras la salida de los Habsburgo y al que luego, en 1944, depuso Hitler a punta de metralleta cuando intentaba retirar a su país de la guerra y del Eje al ver que pintaban bastos. No es raro que me lo haya encontrado, porque Miklos Horthy de Nagybanya (Kenderes, 1868-Estoril, 1957) visitó en un par de ocasiones Barcelona, de cadete naval, una de ellas embarcado en la corbeta Radetzky, buque insignia de la real e imperial (K. und K.) flota de invierno austrohúngara. Le pareció a Horthy Barcelona "una ciudad muy hermosa, por demás atractiva y de mucha vida" y poco faltó para que nuestro hombre acabara aquí, en su primera visita en 1887, su prometedora carrera -cosa que sin duda hubieran agradecido, entre otros, los escabechinados por el Terror Blanco que desató como ministro de la guerra tras el régimen comunista de Béla Kun-. El entonces jovencito marino estaba arrestado sin permiso para dejar el barco pero no pudo resistirse a la tentación de nuestra ciudad así que se vistió de paisano, se deslizó por un cable a lo Jim Hawkins hasta un bote y se encaminó alegremente hacia "un local de diversiones". Fue entonces "cuando vi venir en dirección a mí por las Ramblas a mi capitán". El futuro almirante torció en una calle y regresó por piernas al muelle, donde se escondió en la lancha del mismo capitán, que también llegó con rapidez y ordenó volver a bordo. Inmediatamente, pidió que buscaran al desobediente cadete, pues lo había reconocido en las Ramblas, y su sorpresa fue mayúscula, dado que le hacía aún en tierra, al ver que Horthy aparecía ante él impecablemente uniformado.
El muchacho no escarmentó, pues en el siguiente viaje a Barcelona, un año y medio después, embarcado en el Prinz Eugen, agarró una cogorza tan grande junto con un grupo de marinos holandeses que despertó al día siguiente en una fragata rusa. Dan ganas de proponerle como ramblista de honor con efectos retroactivos.
Se hace difícil asociar a ese muchacho con ganas de jarana con la imagen del autoritario y filofascista individuo que hubo de regir el destino de Hungría durante un cuarto de siglo. En sus viajes de joven marino, Horthy dio la vuelta al mundo en cinemascope: acechó panteras en las cercanías de Poona, trabó amistad con el maharajá de Bengala en un partido de polo, cazó canguros con pistola en compañía del gobernador de Australia y se expuso a los cocodrilos en los pantanos de Borneo. De esa existencia conradiana de aventura y mar salada pasó sin casi solución de continuidad a ser nombrado aide de camp del emperador Francisco José I y a codearse con un mundo de dragones de Windischgrätz, dulzuras de Sissí y cantos de Unsern Kaiser, unser Land! "No se sabe lo que es vivir si no se conocieron aquellos tiempos", decía suspirando Horthy, y parece que nos llegara su recargado aliento de viejo lagarto, las escamas brillantes como condecoraciones bajo el sol crepuscular de los Habsburgo. Luego vendrían los años de hierro del pacto con los nazis, la tajada inicial (aquella feliz cabalgada a la cabeza de los húsares para anexionar Kaschau), la convivencia con las bestias propias -los fascistas de la Cruz Flechada de Szálasy-, el sacrificio de un ejército en el frente ruso, el secuestro, envuelto en una alfombra, de su hijo Niko por los comandos de las SS de Otto Skorzeny, su propia detención (humillante, hasta le quitaron el batín) y el traslado forzoso a Alemania; el exilio definitivo en Portugal...
Encontré recientemente las Memorias de Horthy - publicadas en 1955 en castellano por la barcelonesa AHR- en una librería de lance de la calle de Aribau. Hacía años que buscaba las memorias del almirante y, pese a que éste trata de justificarse y autoexculparse -aunque reconoce haber sido muy feliz cazando alces con Goering-, me parecen muy interesantes. Horthy luchó en la primera guerra mundial como comandante del acorazado Novara y fue nombrado jefe de la flota austrohúngara, asistió al entierro del viejo emperador y a la coronación del rey Carlos IV, y a la descomposición del imperio y la revolución en Hungría. Se le llamó como hombre fuerte para comandar la contrarrevolución. Cosa que llevó a cabo implacablemente. "Cuando el infierno estalla en la tierra no puede ser dominado con alas de ángeles", decía con su cara ruda, de pocos amigos. Insólito almirante al cabo en un país sin mar, en 1920 fue proclamado regente, con el tratamiento de Foméltoságu, equivalente de Altesse Sérénissime, y en 1921 bloqueó con ágil cintura el intento de regreso del monarca. Este episodio, claro, nos enlaza, si me permiten la disgresión, con el bueno del conde Almásy, que entonces hizo de chofer de su majestad Carlos. Horthy no lo menciona en sus memorias, pero sí al tío de Almásy, el obispo conde Mikes, que también se involucró en el putsch monárquico y sentía un afecto muy íntimo por nuestro explorador, no sé si me entienden (véase The secret life of Laszlo Almasy, the real English Patient, de John Bierman, que le atribuye asimismo al aventurero una relación con Taher Pasha, del que fue piloto personal en Egipto). Hay que recordar que el gran amor de Almásy no fue, hélas, la Catherine/Kristin Scott Thomas de la película de Minghella, sino el actor alemán Hans Entholt, que murió al pisar una mina cuando servía en el Afrika Korps.
La relación de Horthy con Almásy y mi mundo de aviadores húngaros no es sólo ésa. Poco después de adquirir las memorias de Horthy, en junguiana sincronicidad, he recibido una llamada de una lejana pariente del almirante. Era la nieta de uno de los pilotos de caza que volaron durante la II Guerra Mundial en las mismas filas del malogrado hijo primogénito del regente, IstvanHorthy, que se estrelló en el frente ruso en agosto de 1942. El abuelo de la chica -una prometedora joven que es especialista en arqueología islámica y que me explicó que se iba a trabajar al Metropolitan de Nueva York-, era el recordado Miklós Kenyeres, as de caza húngaro (19 victorias) reconvertido luego en constructor de finos veleros y trasplantado a Barcelona, donde murió en 1997 dejando un puñado de buenos amigos. Kenyeres había sido aviador en los Pumas, la célebre escuadrilla magiar y su abuela materna era hermana del regente Horthy.
La nieta de Kenyeres me informó de la reciente muerte de Heidi, la hija del barón Leidl. Heidi fue el gran amor del piloto, del que le separó la guerra, y su segunda mujer. "Mamá está en Transilvania, buscando sus raíces, y yo voy a ver si contacto con un descendiente de los Almásy que vive en Nueva York", continuó animadamente la muchacha. Le deseé suerte y le dije que no dejara de informarme sobre sus progresos. Colgué el teléfono con una extraña sensación de familiaridad austrohúngara y un sentimiento absurdo de nostalgia prestada. Envuelto en ellas, regresé a las páginas amarillentas del libro de Horthy, el viejo almirante sin barcos, como si volviera a casa.
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