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Columna
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Risas y ausencias

Había que mirar muchas veces el gesto de Asier Arzalluz y de Iker Olabarrieta, esta misma semana, para comprender de qué se estaban riendo, mientras tenía lugar el juicio oral por el atentado que en 2002 mutiló a Eduardo Madina. La verdad es que durante los últimos juicios contra etarras, y con la importante y dramática excepción de De Juana Chaos, los medios de comunicación nos han traído invariablemente rostros divertidos, carcajeantes, invadidos de una prodigiosa hilaridad, como si los procesados, en vez de encontrarse en el banquillo de los acusados, se hallaran encantados de haberse conocido.

Hay que desconfiar de ese gesto teatral. Ni siquiera es probable, a pesar de lo que se dice a menudo, que tal postura venga inspirada por un ánimo provocador o camorrista. Del mismo modo, la certidumbre de encontrarse en la cárcel, así como la expectativa de que la estancia allí va a prolongarse, no puede suscitar ese rostro encendido, como de hotel monegasco, como de yate anclado en una cala de la Costa Azul. Los procesados por terrorismo sonríen con notoria ostentación, pero sin duda no están felicitándose por las dimensiones de la celda o por sus vistas al mar. No, no se trata de una sonrisa de disfrute. Entonces, ¿de qué se trata? Podría aventurarse una tercera hipótesis, una posibilidad que nos llevaría más lejos que las dos anteriores. En efecto, no se trata de un gesto provocador hacia la víctima ni de la imposible constatación de la cárcel como un nicho de placer. La tercera hipótesis es aún más cruel: el verdadero destinatario de la sonrisa ostentosa es el mismo sujeto que la emite; se trata de un gesto dirigido al interior.

Avanza la certeza colectiva de que tantos años de violencia han sido una broma macabra, una desviación de la historia, un fragmento de podredumbre política y moral. No es que esto no hubiera sido así desde el principio, sino que ahora se hace incontestable la percepción subjetiva de que resulta imposible disimular la dimensión de la tragedia. No hay reducto moral, refugio ideológico, madriguera social, que soporte por más tiempo la mentira. Se puede conjeturar que hasta los protagonistas de la violencia, los ejecutores, son plenamente conscientes de la profunda inutilidad de tanto sufrimiento, del que han infligido a los demás, incluso del suyo propio. Porque la historia, que condiciona, a veces con crueldad, la íntima biografía de los seres humanos, puede soportarlo casi todo: la victoria, la derrota, el fracaso, el exilio, la euforia, el pacto, la mentira, la huida, la piedad, la amnesia. Pero hay una sola cosa que la historia no puede soportar: el ridículo, haber hecho el ridículo, el ridículo personal y colectivo, el ridículo, en términos históricos, de toda una generación tirada por la borda, extraviada en el océano de una causa imposible.

Los etarras se ríen pero no porque estén provocando a nadie ni porque se sientan muy contentos: ríen en un gesto de autodefensa, en un ejercicio de exorcismo; ríen, nerviosa, desesperadamente; ríen con una risa hacia delante; ríen con una risa sin retorno; ríen para no verse ante el espejo; ríen por no llorar. Había que mirar muchas veces el gesto de Arzalluz y de Olabarrieta. La risa no se dirigía a nadie; era una risa introspectiva: la risa necesaria para seguir soportando la existencia sin ningún autoexamen.

Por cierto, los medios de comunicación, y no hay razón para suponer que fueron inexactos, también recordaron que en el juicio oral por el atentado contra Eduardo Madina no hubo representantes de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, y eso a pesar de que AVT se ha consagrado a arropar a las víctimas de la violencia etarra, en sede judicial, cada vez que se abre un nuevo proceso. Pero, seamos sinceros, la ausencia no puede sorprender a nadie. Hay ausencias que se califican por sí mismas. El día que se cuente toda la verdad de este macabro episodio de la historia vasca habrá duras palabras para los terroristas, sin duda, pero no sólo para ellos. Quizás entonces sí sea posible, al contrario que ahora, decir toda la verdad: la de los que murieron, la de los que mataron, la de los que hablaron en voz baja, la de los que nunca hablaron, incluso la de los que hicieron de las víctimas un negocio personal.

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