Paracuellos, 7 de noviembre de 1936
Agentes de Stalin indujeron la matanza de presos sacados de las cárceles de Madrid
Son decenas de hombres los que bajan de tres autobuses urbanos de línea, de los de dos pisos que han dejado su función de llevar a los madrileños a sus trabajos para transportar otra carga: presos de la cárcel de San Antón con destino a Paracuellos del Jarama, un pequeño pueblo situado a poco más de treinta kilómetros de la capital, muy cerca de la carretera de Barcelona. Al pie de un altozano donde se yergue la población, los presos son alineados y un numeroso grupo de milicianos, que han venido en camiones, comienza a disparar sobre ellos hasta que no queda ninguno con vida.
Son las ocho de la mañana del 7 de noviembre de 1936. Por la tarde del mismo día, el ritual se repite; al día siguiente por la mañana, los tiros suenan de nuevo. Cambian algunas cosas, cambia la procedencia del cargamento. Las víctimas vienen ahora de la cárcel Modelo.
La orden de la matanza vino de los agentes soviéticos. La ejecución, de convencidos y entusiastas comunistas y anarquistas
Las víctimas exceden los 2.000 hombres asesinados fríamente; fue la mayor vergüenza de la República y provocó un enorme escándalo internacional
Los cadáveres quedan abandonados, tirados por la llanura. Los vecinos del pueblo tienen que abrir fosas para enterrarlos, porque nadie se ha molestado en darles sepultura. A petición del alcalde, Eusebio Aresté, cuyo hijo Ricardo ha sido testigo de la primera tanda de fusilamientos, docenas de campesinos, acostumbrados a levantar la tierra a golpe de azada, abren zanjas para meter en ellas los cadáveres que empiezan a emitir un hedor insoportable. Suman muchos cientos, quizá lleguen al millar.
Pero el conteo no acaba ahí. En Torrejón de Ardoz, otro pueblo madrileño, se reproduce la misma ceremonia, aunque allí se les fusila directamente en una zanja abierta para otros fines, que tiene la ventaja de que sólo hay que rellenarla con la tierra aparcada a su costado. Un total que excede con creces la cifra de dos mil hombres asesinados fríamente cierra una estadística que será la mayor vergüenza de la República y provocará un enorme escándalo internacional. Eso le costará muy caro al régimen que intenta romper el bloqueo de unas democracias que identifican la palabra España con sangre. En el interior, lo sucedido apenas tiene trascendencia. De eso no se habla en las calles de Madrid, ni los periódicos lo cuentan, porque no se sabe, porque sólo hay rumores. Tampoco se sabe todavía en Valencia, donde el gobierno ha llegado la noche del 6 de noviembre, empujado por la necesidad de sustraerse a la amenaza de las tropas de Franco, que ya han llegado a los suburbios de la capital y parece cuestión de horas que se hagan con ella.
¿Quién lo sabe? Lo saben cientos de milicianos pertenecientes a las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia (MIVR) y a las Milicias de Etapas, encargadas de vigilar las carreteras. Para matar a tanta gente hace falta mucha mano de obra. Lo empieza a saber también el cuerpo diplomático, encabezado por el encargado de Negocios de Argentina, Edgardo Pérez Quesada; Félix Schlayer, un alemán que trabaja para la de Noruega, y el representante de la Cruz Roja en Madrid, doctor Henny. A ellos les llegan noticias alarmantes y realizan investigaciones que les conducen a comprobar in situ, la verdad de los rumores sobre las matanzas. Y lo saben algunos agentes soviéticos de la GRU, como el periodista y falso ciudadano mejicano Mijail Koltsov, enviado personal de Stalin a España y corresponsal de Pravda.
Es seguro que lo saben también varios miembros de la dirección del Partido Comunista de España, como Antonio Mije y Pedro Checa. Checa ha sido quien ha designado a los policías que han encabezado los cortejos desde las cárceles hasta los lugares donde se han consumado los crímenes. Y lo sabe Segundo Serrano Poncela, también comunista, militante de las JSU, que firmará durante el mes de noviembre varias autorizaciones para hacer sacas de presos que acaban en fosas comunes.
No es muy reducido el número de personas que conocen los hechos. Sin embargo, setenta años después de producirse, aún no hay certeza absoluta sobre quién ordenó la matanza. Las investigaciones franquistas realizadas en los años inmediatos al final de la guerra, con confesiones extraídas bajo tortura y con evidentes errores de documentación, no sirvieron para aclararlo. Hasta comienzos de los años 80 no se pudo comenzar a calibrar la importancia cuantitativa de los hechos y la cadena de responsabilidades que se produjo. Ian Gibson reconstruyó los hechos por primera vez de una manera coherente en 1982. Javier Cervera elaboró el primer estudio coherente sobre el número y la identidad de las víctimas a finales de los 90. A principios de siglo, Ángel Viñas ha avanzado en el esclarecimiento trabajando sobre los archivos soviéticos. Y un documento encontrado por el autor de este reportaje en los archivos de la CNT ha permitido avanzar algo más. Los panfletos de César Vidal y Pío Moa no han hecho más que oscurecer la investigación.
Madrid es el día 7 de noviembre una ciudad desbaratada. Los moros y los legionarios se asoman a sus puertas, y las unidades de milicianos que la defienden apenas saben a quién tienen que obedecer. Desde las diez de la noche del día 6, hay una nueva autoridad, la Junta de Defensa de Madrid, presidida por el general José Miaja Menant y formada por representantes de todos los partidos políticos que apoyan al fugado gobierno de Francisco Largo Caballero. Entre las principales preocupaciones de la presidencia de la Junta no está, desde luego, la situación de las cárceles donde se hacinan ocho mil presos, repartidos entre la Modelo, San Antón, Porlier y Ventas, militares, religiosos, burgueses o, en general, sospechosos de pertenecer a organizaciones fascistas. Miaja y su jefe de Estado Mayor, el teniente coronel Vicente Rojo, bastante tienen con saber dónde están las unidades que pueden combatir y de dónde sacan balas para que puedan hacer funcionar sus fusiles.
Aún así, Miaja tiene que dedicar tiempo a constituir con los partidos políticos el nuevo gobierno de la ciudad. Lo hace a partir de las diez de la noche del día 6, y la reunión, con muchas interrupciones provocadas por la atención a los combates, se prolonga hasta altas horas de la madrugada.
En la junta recién constituida, la consejería de Orden Público recae sobre un joven de veintiún años recién afiliado al PCE, que dirige las Juventudes Socialistas Unificadas, JSU, llamado Santiago Carrillo; su segundo de a bordo es su camarada José Cazorla. El ministro de Gobernación, Ángel Galarza, y el director general de Seguridad, Manuel Muñoz, habían sido los primeros en irse de Madrid cuando el gobierno decidió su marcha. Carrillo y Cazorla heredan toda la autoridad sobre el orden público en la ciudad.
Un chaval imberbe
Otra de las consejerías, la de Industrias de Guerra, recae sobre un chaval casi imberbe, el anarquista Amor Nuño, cuyo segundo es el también cenetista Enrique García Pérez.
Una vez constituida la Junta, los cenetistas y representantes de las JSU se reúnen en un aparte y llegan a un acuerdo: hay que dividir a los presos en tres categorías. A los de la primera, compuesta por fascistas y elementos peligrosos, se les aplicará la muerte inmediata, "cubriendo la responsabilidad", es decir, ocultando el origen de la decisión y el nombre de quienes la han tomado; a los de la segunda, los que tienen responsabilidades menores, se les enviará a Chinchilla, con todas las garantías; la tercera categoría, de la que forman parte los que no tienen responsabilidades, será ofrecida a los embajadores, serán puestos todos en libertad para demostrar el "humanitarismo" de la Junta. El acuerdo tiene un carácter tan decidido que durante la noche se produce la primera saca, la de San Antón. Luego, siguen las demás.
La decisión se toma al margen del general Miaja y de los representantes de los demás partidos y organizaciones presentes en el gobierno de la ciudad. Pero la alianza entre comunistas y libertarios resulta extraña. Son aliados ocasionales, por culpa del golpe franquista, pero se detestan. En ambas formaciones existe la obsesión por exterminar a los miembros de la derecha simpatizantes del golpe, con cuyos elementos militares, si Franco toma la ciudad, puede formar un cuerpo de ejército. ¿Por qué se alían?
Alianza coyuntural
La alianza es imprescindible para cumplir con los objetivos exterminadores. En primer lugar, los anarquistas necesitan a los comunistas porque controlan la consejería de Orden Público, la policía y todos los archivos con las listas de presos y sus responsabilidades. A la inversa, los comunistas necesitan a los libertarios porque éstos controlan las Milicias de Etapas. Los fusilamientos masivos no se pueden realizar en la ciudad y los anarquistas controlan las salidas de la capital.
Uno de los que toman la decisión, el cenetista Amor Nuño, se demuestra poco cauto: dentro de pocas horas dará cuenta en una reunión del Comité Nacional de la CNT del acuerdo con todo detalle. Él queda registrado en el acta, aunque silencia los nombres de quienes han participado en representación de las JSU de la Junta de Defensa. ¿Santiago Carrillo o José Cazorla? Jamás se sabrá. Carrillo negará siempre haber conocido tan siquiera que las matanzas se estaban produciendo, entre otras razones, porque carecía de competencias fuera del casco urbano. Él sólo tramitó la evacuación de los presos hacia Chinchilla. Luego, no supo nada más.
Pero hay, tiene que haber, más responsabilidades. Las JSU no tienen tanta autonomía como para tomar una decisión de semejante calibre. Y en esos días se mueve por Madrid un grupo de agentes soviéticos que tienen una auténtica obsesión por la liquidación física de los presos fascistas. Uno de ellos es un periodista lleno de energía que se desenvuelve como pez en el agua por los frentes y las oficinas gubernamentales. Se llama Mijail Koltsov y es un enviado personal del dictador soviético Josif Stalin. Koltsov es casi tan imprudente como Nuño, y va escribiendo un diario en el que describe esta obsesión, que le lleva a visitar a los máximos responsables del PCE para que hagan algo con esos presos. Pero cuando explica que la orden la da otro agente estalinista le identifica como Miguel Martínez, del que dice que también es un agente de la Internacional Comunista. De Martínez oye hablar mucha gente esos días, aunque nadie acaba por desvelar su auténtica identidad. Hoy, los archivos soviéticos, expurgados por Ángel Viñas y otros investigadores, están a punto de ofrecerla.
¿Quién es Martínez?
Sin embargo, la identidad de Martínez es adjudicada por Gibson y muchos otros estudiosos al propio Koltsov. Y hay dos detalles importantes que conducen a coincidir con esa conclusión.
El primero de ellos es la redacción del acuerdo entre los representantes de la CNT y de las JSU: la clasificación de los hombres y su destino es casi idéntica a la que los bolcheviques han utilizado en numerosas ocasiones para liquidar a sus enemigos. Molotov, el general ruso compañero de Stalin, utiliza una fórmula casi exacta para ordenar, según nos describe Simon Sebag Montefiore en su biografía del dictador, en enero de 1930, el exterminio de cientos de miles de kulaks, una imprecisa clase social que se refiere a los pequeños propietarios agrícolas.
Pero hay más: cuando Mijail Koltsov regrese a la Unión Soviética desde España, Stalin le recibirá y bromeará con él en el reencuentro y le llamará "don Miguel", en castellano. Luego, le preguntará que por qué no se ha pegado un tiro. Koltsov se había dedicado a denunciar desde Madrid a muchos otros bolcheviques.
El poder que los soviéticos ejercen sobre el PCE en esos momentos tiene una lógica implacable: la dirección que lleva los destinos del partido en 1936 ha sido diseñada en la Unión Soviética, nombre por nombre. Y su política de Frente Popular es la que han pergeñado Stalin y el búlgaro Dimitrov. Los cuadros del PCE obedecen a Stalin como se obedece al máximo representante del proletariado mundial. Y su prestigio en el seno de la República proviene de un hecho fundamental: sólo la URSS está apoyando a la República, a través de la venta de armamento y del envío de asesores militares que, en ocasiones, como es el caso de los pilotos y los conductores de carros de combate, se implican en acciones de guerra. Sin la URSS, la República, que ha sido criminalmente abandonada a su suerte por Inglaterra y Francia, ya habría sido borrada del mapa por un ejército golpista que cuenta con el apoyo casi ilimitado de Alemania e Italia.
Los franquistas han ido asesinando con gran frialdad a miles de personas en su avance sobre Madrid. Anarquistas y comunistas comparten una valoración moral que les lleva a una decisión paralela de terribles consecuencias: hay que exterminar a los fascistas presos.
La orden de la matanza viene de los agentes soviéticos. La ejecución, de convencidos y entusiastas comunistas y anarquistas.
Hace setenta años, el 7 de noviembre de 1936, más de dos mil presos comenzaron a escuchar los cierres de sus celdas al abrirse y cómo se pronunciaban sus nombres para rellenar las fosas comunes de Paracuellos y Torrejón.
Clases medias, profesionales y católicos
LAS VÍCTIMAS pertenecían en su mayor parte a la clase media conservadora y católica. En su mayoría eran militares, aunque también figuraban abogados, jueces, periodistas, escritores, catedráticos, médicos y religiosos. En la lista hubo un ministro de Trabajo de la República, Federico Salmón, el abogado Jesús Cánovas del Castillo y hasta un futbolista, Monchín Triana, que había jugado en varios equipos de Madrid.
En los meses previos al 7 de noviembre fueron fusilados Ramiro Ledesma Ramos, un hombre que se había educado en universidades alemanas y estaba considerado como una persona culta, de clara raigambre fascista, y Ramiro de Maeztu, diputado por Guipúzcoa, un intelectual que había evolucionado desde la izquierda a posiciones tradicionalistas.
En la cárcel Modelo habían sido asesinados en el verano el coronel Capaz y los republicanos Rafael Salazar Alonso y Melquiades Álvarez. Capaz, rival de Franco en África, había tomado Xauen por sus dotes diplomáticas y lingüísticas. Al principio de la sublevación se había pensado en él para paliar la influencia de Franco, dado su prestigio entre las tropas indígenas.
Salazar Alonso había sido ministro de la Gobernación en uno de los gobiernos republicanos de Alejandro Lerroux.
Álvarez había fundado el Partido Reformista -en el que militaba Manuel Azaña durante el reinado de Alfonso XIII- que pretendió incorporar las nuevas clases emergentes a la monarquía liberal. Al fracasar, se pasó al campo republicano moderado durante la Dictadura de Primo de Rivera. Azaña, presidente de la República, lamentó su muerte.
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