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Sobre la tolerancia holandesa

Ian Buruma

Rita Verdonk, ministra holandesa para la Integración y la Inmigración, también conocida como Rita la Férrea, ha hecho unas propuestas muy extrañas. No sólo desea prohibir los velos musulmanes en todos los lugares públicos, sino que insinúa también que los ciudadanos holandeses sólo deberían hablar holandés en las calles. Y no sólo eso, sino que propone que el año que viene se paguen primas a los policías que consigan detener a un número determinado de inmigrantes ilegales. Estas medidas y sugerencias son indicativas de un cierto cambio de talante en un país que antes se jactaba de ser el más liberal y tolerante del mundo.

¿Qué ha ocurrido con la tan cacareada tolerancia de los holandeses? ¿Cómo explicamos que el 51% de la población tenga una opinión desfavorable de los musulmanes, un porcentaje más alto que el de Francia, Reino Unido y Alemania? El pánico tiene algo que ver. Los holandeses estaban tan seguros de que su modelo multicultural funcionaba, y tan orgullosos de ser los adalides mundiales de la tolerancia, que se volvieron complacientes. Los musulmanes pueden causar problemas en otras partes, pensaban, pero no en la bohemia Amsterdam.

Cuando algunos musulmanes sí causaron problemas al abrazar una causa violenta y asesinar al cineasta Theo van Gogh, pareció que el modelo holandés presentaba graves fallos. Estaba claro que, en cualquier caso, el multiculturalismo no había funcionado para algunos musulmanes.

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Esto ofendió el sentimiento de orgullo nacional: Holanda, de repente, ya no era excepcional. En la periferia de Amsterdam se había forjado el nexo fatal entre el extremismo islamista de Oriente Próximo y los problemas de los inmigrantes desubicados en Europa. Por si fuera poco, no hace tanto que los propios holandeses se han liberado de las constricciones religiosas y sociales. La cultura laica de sexo, drogas y rock and roll sólo data de la década de 1960. Antes, la sociedad holandesa seguía organizándose de acuerdo con directrices religiosas bastante estrictas. La mayoría votaba a partidos religiosos, asistía a colegios religiosos subvencionados por el Estado, jugaba al fútbol en clubes católicos o protestantes, etcétera. Ciertamente, el cristianismo holandés no ha inspirado mucho extremismo violento, pero antes de la II Guerra Mundial los matrimonios mixtos entre protestantes y católicos eran probablemente más raros que hoy en día los matrimonios mixtos con musulmanes.

Algo de lo que carece Holanda, a diferencia de Francia, Italia y Alemania, es de una tradición de extrema derecha. El fascismo nunca tuvo mucho atractivo, de modo que la violencia política era poco frecuente. Lo que distinguía al populista holandés Pim Fortuyn de personajes como Jean-Marie Le Pen o Joerg Haider era que su ira contra los inmigrantes musulmanes procedía de su posible amenaza al consenso liberal que apoyaba la emancipación de las mujeres o los derechos de los homosexuales. Era como si, desde la década de 1960, ese liberalismo laico que tanto costó alcanzar se hubiera convertido en una forma de identidad nacional, y esos "extranjeros" musulmanes intentaran destruirlo. Sin embargo, la respuesta de Fortuyn no fue liberal. Al igual que Rita Verdonk, conjuró sueños de una Holanda provinciana y monocultural que nunca ha existido y nunca existirá.

En comparación con la mayoría de los demás países, incluidos los de Europa Occidental, Holanda tiene una tradición de tolerancia. Por eso Descartes huyó allí, y por eso los judíos españoles y portugueses, así como los hugonotes franceses, buscaron refugio allí. Pero no es lo mismo tolerancia que cosmopolitismo. París y Londres son desde hace tiempo ciudades cosmopolitas. Amsterdam, no. Con frecuencia, la tolerancia puede significar indiferencia. Lo cual es mejor que la intolerancia asesina, por supuesto, pero tal vez no baste. Hasta hace poco, en Holanda se descuidaba a los inmigrantes. Se pasaban por alto sus problemas. Y los políticos que insinuaban que eso podía acabar mal eran tachados de racistas.

En una sociedad cosmopolita, personas de culturas distintas pueden mezclarse como ciudadanos iguales. En la sociedad holandesa es difícil que un inmigrante sea aceptado como ciudadano en pie de igualdad, no porque los holandeses sean intolerantes, sino porque la sociedad holandesa se parece a un club exclusivo. Este club nacional tiene sus normas y códigos privados, tácitamente entendidos por todos sus socios, sus entusiasmos nacionales (el fútbol), su monarquismo sentimental, y un sentimiento compartido de intimidad familiar, denominado en holandés gezelligheid.

La diferencia con el republicanismo francés o estadounidense, es que todo esto es cultural, tácito y no está codificado en leyes. En teoría es fácil para cualquier ciudadano francés o estadounidense ser miembro de la república. A un ciudadano holandés de origen extranjero le resulta mucho más difícil que lo acepten como miembro del club. Esto no excusa el extremismo religioso, y mucho menos la violencia revolucionaria. Pero ayuda a explicar por qué un joven holandés de origen marroquí, que ha estudiado en colegios holandeses, sale con chicas holandesas y bebe cerveza holandesa, podría sentirse excluido y, en algunos casos, volverse vulnerable a los atractivos de un islam rigorista, que no sólo ofrece ideales políticos, sino también una identidad alternativa.

En cuanto un joven decide matar y morir en una guerra santa, poco se puede hacer. Esa gente está más allá de la razón. Pero para minimizar el atractivo de la violencia revolucionaria es esencial conseguir que la mayoría de los musulmanes europeos se sientan aceptados como ciudadanos de sus respectivos países.

Tal vez sea cierto que los hombres de las aldeas de Marruecos o Anatolia tratan a sus mujeres de una forma que los europeos no aprueban. Y que las opiniones de muchos musulmanes sobre la homosexualidad no sean las más generalizadas en Europa. Esos puntos de vista deberían poder ser criticados. Los inmigrantes deben aprender que las mismas leyes que protegen su libertad para creer lo que quieran también protegen la libertad de otros a criticar y hasta ridiculizar sus creencias. Pero decir a los musulmanes europeos que su religión está atrasada y que su cultura es inferior no es el modo más eficaz de hacer que se sientan como en casa.

Los holandeses, como muchos europeos, siguen viendo la integración como una cuestión de cultura y no de leyes e instituciones. Aún se puede salvar lo mejor del multiculturalismo, pero sólo si vamos más allá de la mera tolerancia para volvernos también cosmopolitas.

Ian Buruma es escritor holandés. © Ian Buruma, 2006. Traducción de News Clips.

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