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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La bomba norcoreana

Corea del Norte se había autoproclamado poder nuclear en febrero pasado, pero hasta ayer no hubo constancia de un hecho que altera sustancialmente el paisaje geoestratégico de Asia. Con su prueba subterránea, en abierto desafío a los reiterados llamamientos internacionales, el régimen de Pyongyang ocupa inquietantemente plaza como el más nuevo de los ocho poderes atómicos declarados, además del más temerario e incontrolado.

Las consecuencias reales del gesto tardarán en dibujarse con plenitud, pero a corto plazo serán presumiblemente más graves para la dictadura de Kim Jong-il, en forma de sanciones y represalias, que para sus vecinos más directamente concernidos. Corea del Norte, el régimen más aislado del mundo, sabe que con su estreno nuclear torpedea sus relaciones vitales con China, Corea del Sur o Rusia, además de proporcionar nueva munición al presidente Bush en su radical discurso sobre seguridad.

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En el ámbito regional, la prueba atómica norcoreana, sea cual fuere su valor militar real, asesta un mazazo a la política de Seúl de apaciguamiento a ultranza y constituye un regalo envenenado para el próximo secretario general de la ONU, el surcoreano Ban Ki-moon, en la misma víspera de su confirmación por el Consejo de Seguridad. Sacude también los cimientos estratégicos de Japón. De ahí a una escalada militar no hay más que un paso. Tokio, pese a contar como Seúl con el paraguas protector estadounidense, se considera el país más vulnerable en caso de un eventual ataque de Pyongyang, cuyos misiles han cruzado el mar de Japón en varias ocasiones.

La situación es más inquietante por el carácter impredecible del régimen estalinista, que dedica el dinero a rearmarse mientras dos millones de norcoreanos han muerto de hambre en la última década.

El déspota Kim y sus generales han conseguido en el mismo paquete dejar en ridículo el supuesto papel tutelar de China sobre su Estado cliente, al que sirve de altavoz diplomático y al que sostiene con petróleo. La provocación norcoreana ha allanado el camino al nuevo primer ministro nipón en sus significativos viajes a Pekín y Seúl para tratar envenenados contenciosos históricos.

Estados Unidos es, sin embargo, el destinatario directo de un desafío que quizá ha tenido la virtud de zanjar de una vez por todas el estéril y largo debate sobre el programa atómico norcoreano. Una controversia improductiva cuya manifestación más visible ha sido el fiasco, después de dos años, de las conversaciones multilaterales a seis, con Pekín como escenario preferente, sobre si era mejor el palo o la zanahoria para que Pyongyang se aviniese a razones. Al margen de la retórica, la bomba norcoreana supone para Bush, que ha mantenido una aproximación hormonal al tema, un evidente fracaso de su política de no proliferación nuclear. El presidente de EE UU se enfrenta ahora a la delicada tarea de desarmar a un régimen lunático que por fin ha satisfecho sus ansiadas aspiraciones sobre el arma definitiva. Y no hay ninguna esperanza realista de que vaya a poder ser persuadido, por métodos civilizados, para renunciar a ella.

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