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Columna
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Sobre trenes perdidos y estaciones sin nombre

Lo decía Josep Ramoneda en este diario, recordando el 11-S: la guerra contra el terror, a cinco años vista, se ha llevado por delante los valores de la gran tradición liberal, la de la emancipación individual, es decir, de la capacidad de cada cual de pensar y decidir por sí mismo. Algo de eso, algo de esa benigna y loable tradición liberal a la que Ramoneda se refiere de manera bien amplia, hemos tenido, para honra de unos y desazón de otros, en mi ciudad, Bilbao. Una villa sometida al asedio carlista y cristalizadora de una cierta tradición progresiva, forjada, en buena parte, por periodistas de convicciones democráticas, inmunes al exilio, las calumnias, las multas y las cárceles.

No le han cambiado el nombre a la estación. Sigue siendo de Abando, está en Abando. ¿A qué jugamos, pues?
Que el legado de civilidad de Prieto genere una polémica como la vivida es algo verdaderamente triste

Pero desde hace tiempo, y no por culpa de los dos aviones que se empotraron en las torres del World Trade Center, esa vieja tradición liberal es poco más que un mito desleído, cada vez más borroso. No hablamos, como digo, de aviones, sino más bien de trenes y estaciones. Trenes perdidos y estaciones sin nombre. El progresismo liberal de Bilbao lleva años, demasiados, perdiendo trenes. No los supo coger a su debido tiempo o los dejó escapar. El Bilbao liberal, por lo tanto, parece en condiciones de ingresar en el libro de los seres imaginarios ideado por Borges o en la cartografía mágica de las ciudades invisibles de Italo Calvino.

Si mi ciudad ha dado una figura que represente de manera brillante y acabada la esencia liberal ésa es, sin duda, la de Indalecio Prieto. "Socialista a fuer de liberal". Hablar de socialismo y de liberalismo es tener que hablar de él, de don Inda. Exponente del socialismo liberal en su acepción más noble. Ovetense de Bilbao, llegó a los 8 años a la Villa montado en la patera de la ruina y vio la luz eléctrica en Bidebarrieta, su primera bombilla encendida. Prieto nace, por lo tanto, en la calle y se educa en la vida de la calle, y a la luz de la calle descubre, entre otras cosas, la luz del socialismo como un arco voltaico. Vende cerillas, lápices, abanicos, periódicos. Quiere ser periodista y se hace periodista, periodista-taquígrafo. Frecuenta la taberna de Perezagua, reconoce a Meabe. Con 16 años publica sus artículos en La lucha de clases.

Quizás no sea ese bilbaíno neto que defiende Emiliano de Arriaga desde su Lexicón oligofrénico (tan bella y repetidamente editado por el Ayuntamiento de Bilbao, que jamás ha querido imprimir los escritos bilbaínos de Prieto, de incuestionable altura intelectual), pero resulta claro que es un bilbaíno vivo, inteligente, auténtico; un producto genuino de la Ría y el hierro y el plomo de la imprenta y el fuego de las fábricas. Lo más opuesto a Arana (un burgués resentido nacido en la República de Abando, detractor de Bilbao desde su estatua en los Jardines de Albia contra la que no ha habido quien se atreva a decir esta boca, ni a poner en cuestión la altura de la peana). Prieto será (milagro) un proletario sin resentimiento.

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Desde 1915 el socialismo vizcaíno llevará su nombre y apellidos, consiguiendo sacar adelante este principio básico: la libertad es la base esencial del socialismo (conferencia en El Sitio, 21 de marzo de 1921). Antes, Miguel Moya le ficha, inevitablemente, para la gran galera de El Liberal, que llegará a ser suyo tras una de las carreras más fulgurantes del periodismo español. Pero será más cosas: concejal y teniente de alcalde. Peregrino en Mallona, como buen liberal, subiendo sus calzadas de la mano o del brazo de un gigante llamado Galdós. Corría el año 1916. Una década más tarde, el mismo Prieto se nos aparece defendiendo con ahínco la renovación del Concierto Económico. Diputado, ministro. Será uno de los vértices de la República que se despierta el 14 de abril.

Desde el balcón del Ayuntamiento de Eibar, primera villa en la que la bandera tricolor ondeó al viento, Prieto dice: "Yo os juro que la voluntad de este Gobierno provisional de la República no estará vacilante en el impulso de restablecer las libertades vascas". El socialista liberal ha visto, ha sabido encontrar en los Fueros esencias liberales que se muestra dispuesto a defender y poner en valor. No quiere un "Gibraltar vaticanista" muñido en Estella. No desea para el país de los vascos "un pequeño Paraguay gobernado desde Loyola y Deusto". Pero su lealtad autonomista no desfallecerá ni en los peores momentos: "Para mí sería una satisfacción muy honda que, si los azares de la política me lanzaran de la vida pública, el Estatuto del País Vasco fuera la última empresa a la cual hubiera prestado, de corazón, mi voz y mi voto". (Discurso en el Coliseo Albia. Bilbao, 23 de mayo de 1936).

La autonomía vasca jamás tendrá en don Inda un enemigo, sino bien al contrario, aunque la lealtad de muchos de sus beneficiarios para con la República, paradójicamente, será agua de borrajas cuando los otros herederos del carlismo alcancen los alfoces de Bilbao. Pero los defensores de nuestras esencias tampoco se opusieron una década atrás, como Prieto, al ejercicio colaboracionista con Primo de Rivera. Hagan memoria histórica, hagamos ejercicios de recuerda, oh, recuerda, ahora que está de moda recordar. Dicen que ayuda a prevenir el alzheimer, al menos. Tampoco la República llegó por culpa de ellos, de los que ahora se oponen a que el nombre oficial de la estación de Renfe de Bilbao incorpore el de Prieto. La ministra de Fomento colocó el otro día la placa: "Estación Intermodal-Abando-Indalecio Prieto".

Dicen que le han cambiado el nombre sin permiso. Juran que es un agravio. Aseguran, formales, que no puede ser, que no son formas. Pero no le han cambiado el nombre a la estación. Sigue siendo de Abando, está en Abando. ¿A qué jugamos, pues? También se le conoce por Estación del Norte. Sencillamente, le han añadido un nombre propio y justo, que debería ser un motivo de orgullo para cualquier bilbaíno y no bilbaíno, el de Indalecio Prieto. Muchos historiadores me han contado al oído que, quizás, con tres o cuatro Prietos colocados estratégicamente en el tablero del drama general de la civil española, otro gallo nos hubiera cantado.

Que su legado de civilidad genere una polémica como la producida en mi ciudad es algo verdaderamente triste. Porque si bien es cierto que el legado de proyectos civiles de don Inda es soberbio (el de la propia Intermodal bilbaína), lo medular es ese componente liberal al que se refería Ramoneda en mi cita al comienzo de este artículo. Que Bilbao pierda el tren de ese legado puede ser (es, de hecho) catastrófico en varios sentidos. Se nos ofrece una estación sin nombre o con el nombre de alguien que represente, para quienes gobiernan la ciudad y el país, una determinada identidad primordial vasca, la que hemos asumido obligatoriamente desde hace más de un cuarto de siglo. Una estación para una sociedad cerrada. Una ciudad abierta solo aparentemente, moderna por fuera, tan vetusta por dentro como las ideaciones de Sabino en el jardín de Abando, en la estación de Abando que yo pienso llamar en adelante (puede que sea el único, no importa) estación de Indalecio Prieto.

Murió en México pensando en mi ciudad, en su ciudad, en Bilbao. Le dijo a Manu de la Sota: "Todas las noches pienso en Bilbao". Salaverría escribió sobre el orondo, abacial y epicúreo don Inda: "Anda de una provincia a otra buscando descifrar aquel viejo enigma que obsesionó a los enciclopedistas de Carlos III, hacer que una nación seca y triste se convierta en un país de aguas corrientes". Giménez Caballero quiso encontrar en él al nacionalizador del socialismo, pero se llevó un chasco: "Prieto resultó ser un liberal. Un alma del Bilbao unamunesco. Un corazón de oro. Un beato de los Derechos del Hombre. Setenta años después, los chicos que gobiernan en Bilbao no quieren que la estación de Renfe lleve su nombre. Será que en ocasiones, como escribió una vez Félix de Azúa, hay que ser generoso para aceptar un regalo, inteligente para tomar un tren a su debido tiempo y dejar la ciudad a la espalda.

José Fernández de la Sota es escritor.

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