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Columna
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Provocaciones

Antonio Elorza

Está de moda provocar. Cuando alguien comete un grave error de información, lo primero que hace es autoexculparse declarando que su intención fue sólo provocar levemente. ¿A quién? No importa. Si uno se encuentra en territorio propicio para ganarse a la gente con descalificaciones primarias contra otro, es de mal gusto discrepar: sólo fue una inocente provocación. Y si no hay cauce razonable para defender una idea por su carácter criminal, la única salida consiste en provocar, con cuanta más violencia mejor.

En una primera acepción, provocar es incitar a alguien con palabras o gestos para que se irrite. El primer tipo de provocación citado carece, en consecuencia, de sentido. Es irrelevante. No así los otros dos, de los que tenemos ejemplos muy recientes en el comportamiento de los killers de ETA en los procesos de la Audiencia Nacional y en el penoso asunto de los insultos pronunciados contra España por un conocido hombre de teatro.

El tema de los insultos es bifronte. De un lado, está la libertad de expresión, con sus riesgos colaterales. De otro, lo que suponen los contenidos de la entrevista en la televisión catalana. Para empezar, nadie ha denunciado las expresiones del actor-director, ahora beneficiario de una intensa operación de propaganda, por lo cual la representación de Lorca eran todos, ampliamente avalada por la crítica, hubiera debido tener lugar en Madrid. El precedente de la suspensión es pésimo. Otra cosa es el significado de unas declaraciones zafias, oportunistas, dichas en el peor tono cuartelero, contra una España que unida o plural es democrática. Incluso para insultar o decir barbaridades hay que tener clase, según mostrara Rafael Alberti en El burro explosivo. Pero nuestro hombre no va más allá del estilo Carrasclás, de infausta memoria. Con su pan se lo coma. Lo preocupante es que en medios de comunicación catalanes se acoja y celebre, con alto respaldo político, semejante cascada de exabruptos que tendrían en cambio graves consecuencias si se produjeran en Madrid contra Cataluña o Euskadi. La provocación da fe de una inaceptable asimetría en las relaciones de consideración recíproca.

Y de las palabras a las coces. En clave de humor, podría decirse que los sujetos de ETA que se cebaron a patadas con los cristales de la sala del juicio enlazan con la prehistoria del nacionalismo vasco, cuando en las fiestas euskaras se celebraban concursos de relinchadores o irrintzilaris. Hoy la imitación del acto animal vuelve, sólo que envuelto en el crimen y no en la fiesta. Las coces en la jaula de cristal de la Audiencia sirven aquí y ahora para comprobar hasta qué punto sigue vivo en destacados terroristas el instinto de violencia y es nula la orientación hacia el arrepentimiento. No son luchadores románticos, sino criminales políticos que interpretan la pertenencia a su nación desde el fanatismo y una cultura de la muerte. Nada tienen que ver con causa progresista alguna, y sí con la voluntad de exterminio del otro, característica del nazismo. Lo mismo que sucede en los promotores del yihadismo, queda borrado el fondo de generosidad y de utopía que pudo existir en el momento de ser formulada la doctrina (pienso en la relación entre Irantzu Gallastegi y su abuelo Eli, el renovador del sabinianismo, a quien conocí y traté). La lógica del terror lo ha devorado todo, convirtiendo a unos hombres en bestias que sólo sueñan con una total destrucción del otro, si éste huele a España.

De nuevo la provocación sirve como indicador. A la vista del show, con toda seguridad un núcleo duro de etarras va a oponerse al fin de la organización, insistiendo en la guerra interminable contra el Estado por medio del terror. En el pasado, siempre que hubo escisión en ETA, las minorías radicales acabaron imponiéndose. De existir una salida militar a la tregua, tal vez eso sería lo más probable. Pero no la hay. La provocación es inútil.

Tal vez porque las provocaciones más eficaces son las involuntarias, como la incluida el martes por el Papa en su homilía de Ratisbona, donde situaba por encima de la tolerancia el respeto a lo sagrado del otro. Pero condenó la yihad y citó a un emperador bizantino, Manuel II Paleólogo, que tuvo el atrevimiento de opinar que Mahoma trajo el mal al propugnar la violencia. El coro de protestas apenas acaba de iniciarse.

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