_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'Rickshaws' en Euskadi

Unos meses antes de morir en octubre de 2004, Jacques Derrida concedió una entrevista que es resumen o perfume esencial de su pensamiento. Dijo allí, entre otras muchas cosas dignas de recordarse y transmitirse, que se puede ser "un contemporáneo anacrónico de una generación pasada o por venir". Retengo esa pareja, ese tándem de palabras porque con él convivo conscientemente y/o a flor de piel. Lo que quiero decir es que de pensamiento, obra o sensación me sitúo entre los contemporáneos anacrónicos, con la impresión -tan a menudo- de no estar con los tiempos, o de que los tiempos no están conmigo; aunque todo es naturalmente más complicado, porque lo que en realidad me parece es que los tiempos no están donde les correspondería estar, que están como caídos, como enfangados en un charco mayormente pretérito. Intentaré aclararlo con un ejemplo.

Como sucede en otras ciudades europeas, circulan ya en San Sebastián, y lo harán pronto en Bilbao y seguro que la moda se extiende enseguida, los taxis-bici, vehículos con, en la parte delantera, asiento, manillar y pedales para el conductor, y en la trasera, capacidad para dos viajeros sentados. Todo cubierto y con un diseño aerodinámico. El lado contemporáneo del asunto resulta evidente. En estos tiempos de precariedad medioambiental su sostenibilidad es máxima: los taxis-bici circulan por los bidegorris, no polucionan (la tracción humana se complementa con un motor eléctrico) y son silenciosos. Mi lado contemporáneo se lo reconoce, como reconoce que las hechuras y la velocidad de los vehículos permiten el disfrute del paisaje y la convivencia pacífica con peatones y ciclistas. El presente invita también a alegrarse de la puesta en marcha de jóvenes iniciativas y de la creación de empresas locales, y naturalmente me alegro.

Pero con la alegría se me junta la tristeza, o con la contemporaneidad la anacronía. Y repito que no sé si son los tiempos o soy yo, pero hay algo que se rebela en mí cuando veo a turistas (o afines), cómodamente instalados en el asiento, charlando o sacando fotos tan contentos, mientras el de adelante pedalea. Ese transporte de tracción humana (aunque el motor eléctrico alivie los tramos duros) me remite a lo que siempre he considerado una de las ilustraciones más implacablemente exactas de lo que es el mundo, de la división del mundo en los unos y los otros. Me refiero a los rickshaws orientales que tantas veces hemos visto en fotografía, pantalla o directo: uno tira a pulso o a pedales del carro, con lluvia o un calor de muerte, y otros van detrás, sentados y al abrigo de una capota o un parasol de lona. Siempre he visto en los rickshaws uno de los símbolos más perfectos de la desigualdad mundo-social, un símbolo inmóvil (a pesar de que se exprese en un medio de transporte) complacido con ese orden de cosas o tal vez sólo resignado. Prefiero lo segundo, porque la resignación indica alguna forma de descontento previo y, por ello y a lo mejor, recuperable.

Ya he dicho que no sé si soy yo o son los tiempos -aunque me temo que los tiempos se están hundiendo en arenas retrógradamente movedizas, que ya están hasta el cuello-, no sé si es mi anacronía o la del mundo, pero veo los taxis-bici y es como si viera rickshaws por las calles de mi ciudad. Y la alegría de la sostenibilidad se me nubla y se me rebela frente aesa versión local, explícita, vistosa y celebrada de una lógica dual que pone a unos a pedalear y a otros a sentarse, dicho sea con todas sus metáforas. Se me amarga el dulce del respeto ecológico y el desarrollo empresarial y lo único que se me ocurre para aliviarlo es una imagen mestiza, un híbrido que se queda con los pedales, el manillar, la cobertura y la capacidad para varios viajeros, pero prescinde del conductor. Nadie tira, o mejor, el viajero tira de sí mismo. La parte empresarial consistiría en construir, alquilar, mantener o decorar con publicidad los vehículos. En cuanto a la función de orientación y guía del bici-taxista, podría trasladarse al bidegorri mismo, ilustrado con letras, flechas y dibujos altamente simbólicos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_