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Columna
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El abanico

Intento utilizar el verano como si fuera un abanico. Para airear la vida. Sé que son mucho más prácticos para eso un ventilador o el aire acondicionado, pero a estos aparatejos les falta una cualidad que al abanico le es consustancial. Esos aparatos son sólo instrumentos accesorios, mientras que el abanico es el verano mismo. Fíjense en el sueño que lleva pintado cuando lo desplegamos y comprenderán que, en realidad, es el verano el que es un abanico, ya que encierra al igual que éste una invitación a la fuga.

Yo suelo aprovechar el abanico veraniego para huir del lenguaje. Airear la vida, huir del lenguaje. Ignoro lo que significan exactamente estas expresiones, aunque sí sé decirles que más que con el descanso tienen que ver con la conquista de territorios arrumbados que me son muy propios. Por eso me gusta viajar al extranjero, y lo hago solo. Y me gustan los hoteles. Me agrada esa extraña compañía, tan repleta de incógnitas y que se presta tan poco a la comunicación. Se fantasea a base de retales -unos gestos, una lengua extraña, unos ritos que para el observador no pasan desapercibidos-, y se entra paulatinamente en otro mundo, carente de amarres y que nos ayuda a despojarnos de la hojarasca que nos cubría apenas unos días antes. No sé si de esa forma uno olvida sus amores, pero sí les puedo asegurar que se libera de sus rencores.

Ya ven lo beneficioso que puede ser un abanico para aventar el rencor. Y es que entre nosotros todo parece estar dispuesto para que el rencor se imponga, impresión que seguramente compartirán, en lo que a ellos respecta, los habitantes de otros lugares del planeta. No somos los únicos, tampoco en eso. Quizá lo llamativo entre nosotros sea la visibilidad de ese rencor, que ya ni siquiera nos esmeramos en disimularlo. No, hemos hecho de él una virtud épica, y condenamos sin remedio al que rehuya bailar entre sus púas. Al que no habla se le reprueba por ello, y al que lo hace se le somete a un filtro de categorías que es cada vez más estrecho. Bienvenida sea toda esta pléyade de analistas del lenguaje, pero quizá muchos de ellos debieran aprender que esas labores hay que desempeñarlas a pelo. Que no vale rodearse de inmunidades revistiéndose de corazas, menos aún cuando, honestamente, éstas no nos pertenecen. Cuanto más de cerca se mira una palabra tanto más se recata, decía Karl Kraus. Pues bien, hay algunos que sin duda tienen la vista cansada.

Mi problema actual es que aún no me he ido, y que sigo queriendo huir del lenguaje. De ese lenguaje que, con el pretexto de la libertad, sólo busca garantizar la seguridad de quien lo utiliza. Tiempo tendré de volver a él, y lo que es peor, de incurrir en sus defectos, pero ahora mismo estoy de vacaciones y lo que me urge es el abanico. Me olvido, por lo tanto, de todo el palabrerío político, tan de camarilla en celo, y que será sometido a un dictamen implacable por otras camarillas en celo, y busco oxígeno en un paisaje de palabras algo diferente. Por ejemplo, en éstas de Juan Luis Arsuaga: "No somos sabios. Hasta ahora sólo hemos hecho análisis, cortar trocitos, una lista de especies. Lo último, el ADN. Pero eso forma ya parte de síntesis complejísimas que no sabemos cómo funcionan. Ninguno. Ni el sistema genético. No sabemos nada y lo peor es que no sabemos si llegaremos a comprenderlo". Toda una muestra de humildad que, sin embargo, no concuerda con nuestra certeza práctica, ya que actuamos como si de verdad lo supiéramos todo. Lejos del discurso científico al uso, las palabras de Arsuaga se sitúan entre las de un socrático y las de un teólogo negativo. Y a los demás, a los que no somos científicos, ese saber imposible parece ser que nos empuja a la creencia.

Pese a que vivimos en una sociedad, la española, que se seculariza a marchas forzadas, no es probable que nos escapemos de la tendencia universal de creer en algo. Lo dijo también Karl Kraus: "Si hay que creer en algo que no se ve, prefiero los milagros a los bacilos". Con mucha menos perspicacia que él, el personal parece acogerse a esa preferencia. Frente a la incertidumbre del saber, la certeza de la creencia. El discurso religioso tiende a apoderarse de nuestras instituciones seculares y el pacto entre ciudadanos a ser sustituido por el pacto entre creencias, es decir, entre lenguajes cerrados que tienen ya cada uno predeterminada la naturaleza del bien común. Pero, vaya, ya ven que ningún paisaje de palabras, ni el de Arsuaga, me sirve para huir del lenguaje. Necesito un abanico de verdad. Necesito un hotel.

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