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Columna
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Ciudadano Gadget

El inspector Gadget era un personaje de dibujos animados despistadillo, más bien torpe, pero que contaba con un aliado fundamental: toda una serie de artilugios y mecanismos técnicos que él se sacaba literalmente de la manga para acabar, a pesar de no saber manejarlos correctamente, resolviendo la papeleta o el apuro. Sacarse la electrónica de la manga se ha convertido en tendencia, que es la nueva manera de nombrar la moda más puntual. La gente se mete la mano en el bolsillo y saca aparatitos cada vez más sofisticados. Unas cajitas discretas o llamativas, de innumerables formas, tamaños y colores, con tapa, cobertura deslizante o capuchón, que sirven para organizar el empleo de la vida, acceder a un ordenador, mandar fotos o faxes desde la selva o alta mar, contener miles de canciones reproducibles al instante, o almacenar un memorión que ridiculizada las desnudas capacidades del cerebro humano.

Hoy incluso los objetos más corrientes incorporan una tecnología avanzada y en constante evolución, lo que hace que vayan acompañados de manuales de instrucciones cada vez más espesos. Hojearlos marea o hipnotiza: tantas lenguas y alfabetos hablando a la vez sobre lo mismo, y tanto viaje -un librito de nada recorre el mundo entero-. Es mucho, demasiada información, y además en letra pequeña. Pero aunque uno no lea a fondo esas instrucciones, la verdad es que no importa; porque otra de las ventajas que ofrecen esas maquinitas inteligentes es que, aunque no sepas del todo cómo funcionan, funcionan. Te resuelven la papeleta de la agenda, el mensaje urgente, la ruta inequívoca, la foto fugaz o la canción pegada en exclusiva a tu oreja. Te sacan ellas solitas, como al inspector Gadget, de cualquier apuro. Aunque no conozcas a fondo todas las posibilidades técnicas del invento puedes utilizarlo para lo esencial.

La vida política -o lo que antes con mayor soltura o menor duda lingüística llamábamos la vida democrática- se parece cada vez más a las máquinas de última generación, en el sentido de que funciona aunque el ciudadano no sepa del todo cómo funciona. Aunque el ciudadano ande un tanto despistadillo con el manejo, la vida pública sigue en on, decide, aprueba, invierte o desinvierte, alienta o acalla, expresa u olvida; prefiere o todo lo contrario; diseña o extravía estrategias, intervenciones, perfiles. Y todo, insisto, aunque el ciudadano -como quien dice el comprador o usuario democrático- no sepa exactamente dónde están y para qué sirven todos los botones de ese gadget, y cuáles son sus últimas prestaciones.

Así puede aprobarse la Constitución europea aunque el 90% del electorado afirme, en vísperas de la consulta, desconocer casi todo de su contenido. Así puede suscribirse el Protocolo de Kioto aunque la mayoría (60% según un estudio que se ha hecho público esta misma semana), la mayoría de los ciudadanos concernidos, no sepa de qué va y, en consecuencia, cómo puede o debe afectarles. El pasado junio la consejera de Medio Ambiente reconocía públicamente que Euskadi se encuentra muy lejos de cumplir el Protocolo de Kioto, que el transporte por carretera y un consumo insostenible de energía sitúan nuestras emisiones de gases de efecto invernadero 2,5 veces por encima del tope fijado por la Unión Europea. Teniendo en cuenta el estudio citado y otros indicadores evidentes e indicios palpables (además de nuestra penuria de debates), no resulta difícil imaginar que a muchos vascos no sólo esas declaraciones de la consejera sino bastantes asuntos públicos les resulten oscuros o crípticos, como la letra pequeña de los manuales de los gadgets; o incluso directamente indescifrables como las que en esos mismos libretos globalizados figuran en alfabetos exóticos.

Epur si muove. Y sin embargo la máquina pública no deja de moverse, de gestionar los datos, pasar los mensajes, perfilar los retratos, sonar y alimentarse cuando se va quedando sin batería. Todo sencillísimo; se activa el botón del ciudadano-gadget y a funcionar. Sin necesidad de agobiarse con las instrucciones.

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